Ahora estoy en mi justo medio. Ahora sí estoy en un buen clima para mi espíritu. Ahora sí respiro mi propio aire de salud y de vida. Ahora sí navego por mis mares y mis ríos. Ahora sí camino por plácidos senderos en fiesta de lozanía y primavera. Ahora sí abro, al sol y al campo, al horizonte azul, todas las ventanas de mi exclusiva propiedad. Ahora yo si soy yo.

Estoy, ahora sí, en mi elemento. No sé por qué. Mas, aún es buen tiempo de empezar.

Aún es tiempo. Tiempo de aprender y tiempo de enseñar. Tiempo de sembrar -¡Oh divino Darío! Y tiempo de coger. Tiempo de ir y tiempo de venir. Tiempo de encender altas lámparas y tiempo de apagar locas hogueras. Tiempo de dar y tiempo de recibir. Aún, del mágico cántaro de la firme voluntad y del firme carácter, no se ha escapado, hacia el fracaso y la fatiga, la postrer gota de agua vencedora. Estoy, ahora sí, en mi justo medio. Ahora sí estoy en un clima propicio para la salud de mi espíritu. Voy a ensayar, como las águilas de Heráclito, el poder absoluto de mis alas.

Veremos cómo resulta hermosa la soberbia majestad de su vuelo.

lunes, 12 de marzo de 2012

UN HOMBRE SIN HISTORIA






                             Para Carlos Restrepo Pedrahita


Cada día que pasa estoy más pobre. Y más viejo. Pero me consuela el saber, también, que me encuentro más cerca de la tumba. Vivo, desde hace tiempo, en esta pensión modesta en donde todos los comensales e inquilinos son, de igual modo, sumamente pobres. Hay algunos tan viejos como yo. A veces, después de la comida, solemos entretenernos dialogando, refiriendo historias sin importancia o averiguando, cada cual a su manera, por pequeños detalles personales:
- Usted revela más edad de la que tiene.
- Eso me dicen.
- No. Usted no es tan viejo como aparenta.
- ¿Sesenta años, acaso?
- Eso debe tener por un solo lado.
- ¡Exageramos!
- ¿Qué años, entonces, me calculan?
- Sesenta. O un poco más.

***

Una hora después de pasada la comida, el humilde comedor se queda, apenas, con dos o tres comensales. Los otros se marchan a la calle, a sus habitaciones o se van a una espaciosa sala en donde acostumbran continuar contando historias o inquiriendo sobre noticias políticas llegadas de la capital o de cualquier otra parte del mundo. Algunos fuman pipa. Otros, los menos, miran un periódico o escuchan, tan sólo, los razonamientos de los demás.
Yo siempre me quedo en el comedor. No me gusta oír hablar de política. Tampoco me interesa saber nada de lo que ocurre o deja de ocurrir en países extraños. De joven, tal vez en una ocasión, tomé parte en un movimiento de carácter político. Fue algo así como en unas elecciones para cabildantes en el remoto pueblo donde nací. Aquello no tuvo ninguna importancia. Un hecho ridículo. Como otros hechos acaecidos en aquel brumoso lugarejo casi perdido, hoy, en mi memoria.
¡Resulté electo concejal! Recuerdo que todo eso, y una fiesta que nos hicieron a mí y a mis colegas, me pareció aburridor y estúpido. Yo era, en el cabildo, el más ilustrado de los concejales. Algunos sabían leer, con mucha dificultad, una que otra palabra en manuscrito. Los demás eran gentes lerdas cuya buena voluntad siempre estaba lista para el sacrificio, la bondad y el trabajo resignado.
Todo aquello, se lo repito a usted, era, para mí, ridículo y hasta un poco alejado de mi natural espíritu contemplativo y sensible. Yo, que se diga, no nací para ser concejal, maestro de escuela, juez o perito en avalúos y querellas de alcancía.


***

¿Cree usted que fuera de aquella ocasión, yo volví a ser concejal en mi pueblo?
- ¡No creo!
Yo me envilecí, demasiado, cuando desempeñé el cargo de cabildante. Un sujeto, de apellido Vallejo o algo así muy semejante contribuyó, con suma largueza, a mi envilecimiento. Figúrese usted que Vallejo un hombre ridículo y sumamente vil me obligó, por una circunstancia cualquiera, a sostener, durante largas noches de sesiones acaloradas y violentas, erradas tesis que a mí, en el fondo de mi fuero, ni me interesaban ni me parecían lógicas. Vallejo, se lo aseguro, era un hombre ridículo y vil. ¡Y eso que tenía una memoria excelente!
¡Nunca me sentí orgulloso de haber sido concejal! En mi pueblo, aquel remoto pueblo de neblinas y de brumas que tiene un feo nombre de planta venenosa, cualquier pobre ciudadano podía ser, por ese tiempo y debe serlo aún, concejal. No era, en efecto, mucha gracia ir a un concejo. Recuerdo que hubo concejales que ni siquiera sabían escribir. Eran gentes humildes, herreros, albañiles, carpinteros y dueños de pequeños comercios de drogas o de comestibles. Gente común.
Vallejo era de lo principal en el cabildo. Ostentaba, con cierto orgullo y con cierta vanidad, un título de abogado. Yo, al doctor, en Vallejo, no lo respeté nunca. En cambio su hermosa memoria sí me llenaba de sorpresa y de asombro. No creí, jamás, en su inteligencia. Todavía veo, en la distancia y en la opacidad de los años, su cara de mona vieja. ¡Qué cara la de Vallejo!
Todo esto que le estoy contando a usted no tiene, en forma alguna, el carácter de autobiografía. Usted sabe que yo soy un hombre sin historia. Además, si tuviera alguna bella historia, esté usted seguro que no se la contaría. ¿Para qué?
- Sí. ¿Para qué?


***

Hay una época, en mi vida, sumamente complicada y oscura. No quisiera tener que reconstruir un solo detalle o una sola escena de toda aquella amarga etapa de mi existencia. Sin embargo, le contaré, para que usted juzgue mi caso concreto, algunos breves episodios que no tienen, sin duda, mayor mérito. Verá usted:
Antes de ser concejal, y después de ser concejal, a mí me gustaba, y me gusta todavía, tocar el tambor. Yo soy tamborero. Lo he sido siempre. En mi pueblo, que se diga, no hubo, en muchos años, más que dos tamboreros: Pedro Buriticá y yo. Claro que otra clase de músicos, hombres que tocaran otros instrumentos, también los hubo. No es, el arte de tocar tambor, algo para lo cual se requiera mucha inteligencia o mucha destreza. ¡No!
- ¿Es sencillo tocar tambor? 
- Sí. Es muy sencillo. 
- ¿Pero cansa?
Cansa mucho si uno mismo tiene que cargar dicho instrumento. Si hay quién lo lleve, no.
Yo, en mi caso, tenía que llevar, colgado al cuello y sobre la parte inferior del abdomen, mi .propio tambor. Me cansaba, de seguro. Cualquiera se cansa. Es natural.
En aquel tiempo yo tenía un buen espíritu aventurero y romántico. Me gustaba, y aún me gusta, conocer ciudades, puertos y costumbres extrañas. Viajaba cada vez que podía hacerlo. Iba de un sitio a otro por el sólo hecho de mirar un río, un parque, un bosque o cualquier otra cosa sin mayor importancia. Una fábrica, por ejemplo.

***

Hago una pausa para decirle a usted que yo he amado, toda mi vida, los árboles. Entre un árbol viejo, lleno de hermosas leyendas, y un árbol joven, sin ninguna suerte de historias, no he sabido, jamás, a cuál de ellos preferir. Sin embargo, por los árboles viejos y tristes de mi comarca, los que oían llegar, de lejanos confines, el dulce viento de la tarde, sentí, y sigo sintiéndolo, una rara compasión sentimental.
- ¿Los árboles viejos?
- Sí. Exactamente: ¡los árboles viejos!
Por ese espíritu aventurero de que acabo de hablarle, llegué, un día, a ser empleado en un circo. Me contrataron para tocar el tambor. Recuerdo la miseria de aquel circo y de su pobre conjunto. Una mínima tropa compuesta por el payaso, unos trapecistas y dos o tres muchachas que, fuera de exhibir las piernas, no tenían otra obligación distinta a la de ejecutar fáciles números de equilibrio o sencillos volatines en el trapecio. Casi nada. ¡Eran, de seguro, bonitas las muchachas!
Yo tocaba mi tambor durante la función nocturna. Lo mismo por la tarde en una especie de anuncio que se hacía, por las calles, en asocio del payaso, los trapecistas del circo y una sola de las mujeres.
Nada de todo aquello me cansaba o aburría. Íbamos, de pueblo en pueblo, con nuestra carpa, la mica y una común esperanza de encontrar, de pronto, plazas mejores para las muchas necesidades económicas del circo. En poco tiempo me hice baquiano para ayudar a quitar y poner la carpa. Me familiaricé con todo el personal del circo. ¡Creo que hasta llegué a enamorarme de una de las muchachas! Esto, como usted lo comprende, era, apenas, natural.
Una cosa me llenaba de impaciencia y de ira en las noches de función. El payaso me daba órdenes. Cuando salía a ejecutar alguno de sus actos, haciendo callar el resto del personal de la banda, me decía, como con marcada intención de humillarme:
- ¡Oiga, maestro, el del tambor, toque usted algo alegre para un hombre triste!
La gente se reía. Yo, sin demora, tocaba, solo, mi tambor.
Conocí muchos pueblos y muchos caminos. Nunca pasé de ser un humilde tamborero. En el circo no me necesitaban para más. Ni yo me creía útil para nada distinto.
- ¿Ni siquiera para tocar una trompeta? 
- Ni trompeta ni clarinete.
Una noche, a la madrugada, se nos incendió el circo. No hubo manera de apagar el fuego. Cuando amaneció, el circo ya no existía. El propietario, en el colmo de la desesperación y de la ruina, se suicidó. El payaso y los equilibristas se fueron en busca de otro circo. Las muchachas tomaron cualquier camino y yo salí, sin rumbo, hacia cualquier parte del mundo.
Sin saber cómo, llegué a esta ciudad y a esta pensión. Aquí he vivido mi propia vida. Soy solo. Carezco de amor propio o de ambiciones personales. No pertenezco a ningún partido político. Fuera de mi pasión por la libertad, no tengo ninguna otra pasión. No creo en la justicia pero vivo feliz de no haber vuelto, jamás, a ser concejal en mi pueblo, ni a vivir en su ambiente de odios y de miserias.
- ¿No volvió, en verdad, a su pueblo?
- ¿A qué tenía que volver, yo, a mi pueblo?

***

Y, ahora, como se hace tarde, y como usted ya conoce mi vida, le ruego no intentar ofrecerme, mientras permanezca en esta pensión para hombres pobres y viejos, ayuda de ninguna clase. ¡No la necesito!
¿Para qué?

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