Ahora estoy en mi justo medio. Ahora sí estoy en un buen clima para mi espíritu. Ahora sí respiro mi propio aire de salud y de vida. Ahora sí navego por mis mares y mis ríos. Ahora sí camino por plácidos senderos en fiesta de lozanía y primavera. Ahora sí abro, al sol y al campo, al horizonte azul, todas las ventanas de mi exclusiva propiedad. Ahora yo si soy yo.

Estoy, ahora sí, en mi elemento. No sé por qué. Mas, aún es buen tiempo de empezar.

Aún es tiempo. Tiempo de aprender y tiempo de enseñar. Tiempo de sembrar -¡Oh divino Darío! Y tiempo de coger. Tiempo de ir y tiempo de venir. Tiempo de encender altas lámparas y tiempo de apagar locas hogueras. Tiempo de dar y tiempo de recibir. Aún, del mágico cántaro de la firme voluntad y del firme carácter, no se ha escapado, hacia el fracaso y la fatiga, la postrer gota de agua vencedora. Estoy, ahora sí, en mi justo medio. Ahora sí estoy en un clima propicio para la salud de mi espíritu. Voy a ensayar, como las águilas de Heráclito, el poder absoluto de mis alas.

Veremos cómo resulta hermosa la soberbia majestad de su vuelo.

lunes, 12 de marzo de 2012

PEQUEÑAS ISLAS DE SOMBRAS





                                                     A Marina

Yo fui el primero. Cuando las gotas de sudor comenzaron a convertirse en estrellitas de sangre pura, no pensé ni en el agua, ni en mi casa, ni en los grandes paraguas de colores de las playas de veraneo. El mundo, en este larguísimo instante, se había tragado todos los elementos y solamente quedaban, para mi sudor convertido en sangre, algunos cadáveres de frutas y tal cual hoja jadeando entre el verde y el amarillo o por allí, lejos de las ramas, quieta bajo el sol y ya sin la más leve necesidad de vida.
Yo tenía que ser el primero. Antes que Claudio, que Leonardo y que todos los otros hombres que estaban huyendo de la muerte. Sin embargo, no era fácil acostumbrarse uno a toda aquella robusta soledad del camino ni alcanzar a comprender, exactamente, el silencio de las piedras redondas de sol, el silencio del polvo y el de la tierra, casi a punto de estallar en arterias secas, en ríos acabados, en taludes derruidos y en secretas colinas de sed.
Había necesidad de ir acostumbrando las cansadas pupilas. Dolía la cabeza y saltaba, muy raro, el corazón; pero ya se podían ver crecer zarzas, palmeras y manzanos amigos en cuyos diminutos mundos podían surgir, de pronto, las pequeñas islas de sombras que yo buscaba desde los gallos del alba, desde mi casa perdida, desde el agua subterránea y desde los paraguas de colores de las playas de veraneo. Las que yo buscaba y las otras islas, las de Claudio, de Leonardo y los demás hombres que huían de la muerte.
Leonardo me lo había advertido por la mañana:
- Usted tiene que correr más que todos nosotros porque lleva la muerte más cercana. La tiene prendida como una úlcera invisible. Tal vez a usted se le convierta primero el sudor en estrellitas de sangre. Es fácil, también, que la sed lo ahogue…
- Yo le prometo que seré el primero. Auncuando tenga que correr por sobre llamas vivas y matar los perros, los niños y las serpientes que se atraviesen en mi camino.
Subí a un cerro. Abajo estaba, sin duda, la ciudad. Las campanas habrían de estar en silencio, calladas, como si hubieran muerto a la madrugada. Las calles estarían ardiendo y los cadáveres de los hombres que no alcanzaron a huir, llenarían las plazas, los cafés y los parques. Alcancé a distinguir una torre de candela y un balcón de ceniza en donde, quizás, el cuerpo de una mujer o el de un gato, aún se retorcía bajo las montañas de calor, azotado por millones de látigos de fuego, por multitud de lenguas chispeantes como salidas de un horno misterioso.
La ciudad ya no existiría. Su muerte ha de haber sido igual a cualquiera otra muerte por extraña que pareciera. Los ojos de la muchacha que habitaba al frente de mi casa, ahora, han de estar fuera de las hondas órbitas o convertidos en carbones inútiles. Las cenizas de la lengua del perro y de la infeliz sotana del cura, no podrán distinguirse de otras cenizas, las de los papeles sellados de las escrituras, de las actas del cabildo, de los libros parroquiales y los textos en que el maestro don Tomás enseña a leer a los niños de los pobres.
Ante todo las cenizas de los textos del buen maestro de escuela don Tomás han de estar confundidas, apretadas, con lo poco que reste de la ahumada sotana del cura. Y con la lengua del perro; ¡aquella roja lengua que tantas veces le ladró a la luna y que una ocasión bebió agua en el río!
Sentí breves deseos de descansar. No obstante, nuevas gotas de sudor me obligaron a continuar mi carrera. Entonces corrí, corrí hacia la montaña, hacia más allá de mi sombra, ¡hacia donde no llegaría la muerte ni caerían, verticales, los ardientes caballos del sol!
¡Corrí! Y, abajo, sin duda, no estaba el cadáver de la ciudad sino la risa de los hombres que me veían correr. La risa burlesca de Leonardo, de Claudio y del pastor protestante que lee, los domingos, en la biblia, los versículos de Salomón.
*

Me sorprendió, inesperadamente, el encuentro con un cabrero que iba sin sus ganados y que, al parecer, no llevaba la menor prisa ni la más mínima preocupación. Atrás del rústico caminaba un perro. Tuve la intención de matarlos. Yo le había prometido a Leonardo matar a quien se me cruzara en el camino. Iba a cumplir mi promesa cuando una circunstancia insospechada me detuvo. El perro tenía los ojos del mismo color de los de una muchacha a quien amé de una manera dulce y serena. ¡Iguales! Entonces reflexioné, mientras el animal y el hombre se alejaban:
- ¡Matar este perro es como sacarle los ojos a Beatriz!
Me pareció razonable el pensamiento. Seguí corriendo. ¿Cuánto tiempo, cuántas horas, cuántos siglos hacía que me había desprendido de los gallos del alba, de la última estrella apagada sobre las tejas de mi casa?
La tierra estaba sola y alta. Yo ya no tenía voz, ni corazón, ni aliento vital para aguantar por mucho tiempo la carrera. Sólo tenía agrio sudor de sangre y desacostumbrado ardor en los ojos. El sol me ceñía ásperos cordones para obligarme a seguir. Me repetí, ya sin esperanza de salvarme de la muerte, y así abrasado por el calor:
- ¡Matar este perro es como sacarle los ojos a Beatriz!
Otro hombre, en idénticas condiciones, en iguales circunstancias, habría matado al cabrero y al perro para tomarse la sangre. ¡Yo no!
¡Por más que siguieran creciendo crepitantes colinas de sed y bajando, del cielo, para mí, llameantes montes de fuego!
De cuando en cuando me detenía para calcular la distancia que me faltaba para llegar al sitio en donde habían de estar las pequeñas islas de sombras. Desde el fondo de mi sangre una fuerza extraña me infundía un miedo al cual no estaba aún acostumbrado. Era una fuerza como de mil serpientes subiéndome por el cuerpo. Algo muy singular. Calculaba, sin embargo, la distancia y resistía lleno de voluntad. ¿Una legua? ¿Dos leguas? Tal vez aquellas ansiadas islas distaban tres leguas.
¡La jornada para un caballo! Sí, ¡la exacta jornada para un caballo malo!
Al cabo llegué. El sitio era el más particular de los sitios en donde yo haya estado. Una colina con suaves declives, con verdes prados florecidos de amapolas, de tréboles y de espigas cuyos nombres no sabía. Una plácida colina viva, arrullada por una clara fuente de azul y de plata, con aire fresco y puro, bajo un cielo desteñido y cercano. Una colina en la cual se alzaban, en todas direcciones, fragantes olivos que proyectaban sobre la tierra generosa, las pequeñas islas de sombras que venía buscando desde los gallos del alba, desde la ciudad destruida por el sol y desde mi despavorida sangre, manando ya en calientes gotas de sudor.
Me tendí a la sombra del primer olivo que hallé. Al principio empecé a ver caer lentas gotitas de rocío que humedecían el prado y que me iban refrescando deliciosamente. Después no fueron ya simples gotitas sino grandes goterones que caían tras breves intervalos de segundos o de minutos. Al fin cesó la misteriosa lluvia y un viento helado, más tonificante que el agua, vino de los altos picachos, de los montes lejanos, de las serenas cordilleras, próximas a recibir los primeros aletazos de la noche.
Lentamente se me fue enfriando el cuerpo. Dejé de sudar sangre. Las islas de sombras de los millares de olivos fueron naufragando en sí mismas hasta casi dejar de existir por completo. Vi las últimas sombras jadear, crecer y desaparecer a un mismo tiempo como si alguien las borrara con una esponja gigantesca. Entonces me quedé dormido. Mi sueño era pesado. Y creo que roncaba como un oso con pesadilla. Creo, así mismo, que hablé dormido y que pedí agua y que dije no sé que otras cosas sin mayor importancia. 
Cuando desperté, por la mañana, como de costumbre, recordé de mi cuarto de soltero, de los muebles, de la ropa, los cuadros de la pared, e1 vaso con agua, la cuchara para tomar la medicina y los frascos con los remedios que a esa hora debían estar semi-iluminados por la débil claridad solar que entraría por las rendijas de las puertas. Quise llamar. Me arrepentí. ¿A quién iba a llamar y para qué?

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