Ahora estoy en mi justo medio. Ahora sí estoy en un buen clima para mi espíritu. Ahora sí respiro mi propio aire de salud y de vida. Ahora sí navego por mis mares y mis ríos. Ahora sí camino por plácidos senderos en fiesta de lozanía y primavera. Ahora sí abro, al sol y al campo, al horizonte azul, todas las ventanas de mi exclusiva propiedad. Ahora yo si soy yo.

Estoy, ahora sí, en mi elemento. No sé por qué. Mas, aún es buen tiempo de empezar.

Aún es tiempo. Tiempo de aprender y tiempo de enseñar. Tiempo de sembrar -¡Oh divino Darío! Y tiempo de coger. Tiempo de ir y tiempo de venir. Tiempo de encender altas lámparas y tiempo de apagar locas hogueras. Tiempo de dar y tiempo de recibir. Aún, del mágico cántaro de la firme voluntad y del firme carácter, no se ha escapado, hacia el fracaso y la fatiga, la postrer gota de agua vencedora. Estoy, ahora sí, en mi justo medio. Ahora sí estoy en un clima propicio para la salud de mi espíritu. Voy a ensayar, como las águilas de Heráclito, el poder absoluto de mis alas.

Veremos cómo resulta hermosa la soberbia majestad de su vuelo.

lunes, 12 de marzo de 2012

JOB RIEGA SU SEMILLA



I

- Todos tenemos, un día entre los días, que morir.
No se ha de salvar, de la muerte, nadie. Unos morirán primero y otros morirán después. No acabará el suplicio. No se cerrará, jamás, el último sepulcro. La tierra no se cerrará… Unos primero. Después otros. Un muerto tras otro muerto. Y una generación tras otra generación.
Dijo, Job, el hombre leproso, el idumeo leproso, eso. En seguida reflexionó, como para su propia indolencia y su propia voluntad de sufrimiento:
- Todo fruto sobraba, antes, en mis graneros. Y eran prósperos todos mis ganados. Mis tierras no tenían límites. Eran fértiles. Lo mismo mis jardines. No eran, en mis huertos, estériles las higueras. Mantenía abundancia de trigo y de cebada. Había agua clara en los viejos fosos y las cosechas de dátiles se sucedían, unas a otras, a cada año. En mi casa sobraba el pan y sobraba, también, quien lo comiese.
Job dejó de hablar. Era, en efecto, el santo de la Idumea, un hombre como todos los demás hombres de la tierra. Un hombre que había sido feliz, dichoso y justo. Sano de cuerpo y sano, muy sano, de costumbres y de espíritu. Mas, ahora, estaba convertido en una sola lepra. Una lepra terrible. Pestilente. Dolorosa y tan roja, a veces, como un lampo de sol o como la llama viva de un incendio. Luego de un largo silencio, uno de los hombres que acompañaban a Job, le dirigió la palabra:
- Es verdad, Job, que todos hemos comido el pan de vuestra mesa. Y es verdad que en vuestra casa no faltó, nunca, un lecho para el peregrino, el mendigo o el rico comerciante.
- ¡Sí, es verdad!
Y Job volvía, con sus recuerdos y sus quejas, a dirigirse a los hombres que lo acompañaban:
- Nunca estuve solo en mi casa. Nunca comí, solo, el pan de mi mesa. Siempre había peregrinos, vagabundos, mendigos, príncipes o esclavos que comían el pan de mi hogar…
- Siempre. Decía alguno de los acompañantes.
Seguía otra larga pausa. Job concluía, ya para quedarse, como todos los días, solo en su estrecha habitación:
- Todos tenemos que morir. ¡Unos morirán primero y otros morirán después!

II

Todas las tardes Job se quedaba solo en su frío estercolero. El día iba opacándose. Zumbaban, sin embargo, en torno suyo, las moscas. Cesaba, un poco, el duro sol de Idumea. Corría viento fresco. Uno que otro transeúnte, vestido con míseros harapos o con ricas túnicas de púrpura, pasaba ante Job. Algunos lo miraban. De pronto, alguien se atrevía a saludarlo con pesar o con respeto. Ese mismo respeto, sin duda, que se le profesó, en otro tiempo, cuando era rico, sano, influyente y su carne maldita no estaba llena de úlceras terribles.
- La buena paciencia sea con quien sí sabe padecer y sufrir.
- Que terminen, pronto, sus muchos dolores.
Pero Job, al contestar, lo hacía, apenas, con una leve inclinación de la cabeza.
Venía la noche. Una noche estrellada, como casi todas las de Idumea. El mundo circundante se llenaba de grandes sombras y de trágicos silencios. Lejos, en las tiendas de los idumeos, ardía el fuego crepitante de los convites nocturnos. Se escuchaban músicas de fiesta. Risas alegres. Cantos de los idumeos. Gritos de júbilo o simples murmullos de oraciones y plegarias. Se encendían remotas lámparas y las llamaradas de las últimas hogueras se extinguían, una a una, como leves fanales de invierno.
Job, sentado en el propio polvo de la tierra, se enjugaba unas lágrimas, dejaba escapar un hondo gemido y, como en otras noches, se quejaba de su soledad, de su abandono y de su triste condición de leproso. Sus quejas, empero, distaban mucho de ofender a seres divinos o a criaturas humanas:
- ¡Todos comían el pan de mi mesa!

III

Una mañana, en el mes de las siembras, Job, que había salido de su oscuro estercolero, se dedicó a vagar, apoyado en un grueso báculo de olivo, por los caminos, un tanto desiertos, a esa hora, de la Idumea. En las limpias fuentes bebió el agua cristalina. Comió uvas. Apuró vino. Mordió pedazos de pan blando. Masticó hojas tiernas. Se sentó, a la vera del sendero, en las ásperas piedras y en los troncos caídos. Pisó, con sus plantas enfermas, las débiles malezas. Cambió algunas palabras con los cabreros.
Miró el cielo azul. Se enjugó el sudor del rostro. Volvió uno y otro recodo, y, al cruzar frente a los huertos, los campos dispuestos para la siembra o los sitios en donde pacían, mansos, los ganados, se repitió, una y mil veces:
- Todos comían el pan de mi mesa.
Volvió al medio día. Un sol de cárdenos fulgores se regaba, asfixiante, por todas partes. Job, cansado de vagar y fatigado por el denso calor, se tendió, como de costumbre, sobre el agrio polvo de la tierra. Un enjambre de moscas negras cayó sobre las vivas brasas de sus úlceras. Zumbaron. Hicieron círculos diversos. Se hartaron de pus. Al fin, una a una, se perdieron, en raudo vuelo, más allá del ardiente límite del miserable cobertizo.
Pasaron unos hombres muy sucios cerca de Job. Lo miraron. Uno de ellos dijo:
- ¡Pobre viejo! Un día fue poderoso, rico y sabio. Usaba trajes hermosos de púrpura finísima. Ahora ya no es nadie
Job escuchó, sin ira, esas palabras. Levantó la cabeza. Entonces, ya sí con muestras de odio, salivó sobre ellos. Su saliva fue de ofensa. Jamás, que Job lo recordara, había intentado, antes, salivar a nadie. Ahora, al hacerlo, notó, en la vileza del acto, un placer y una alegría desconocidos. Era, en realidad, un deleite poder salivar, de ese modo, a los hombres de la Idumea. ¿Por qué no lo hizo, así, en tiempos anteriores, cuando su carne empezó a llenarse de úlceras, de lacras, de pus y de misteriosas heridas?
Job, sin duda, no acertaba a comprender la razón por la cual nunca se le ocurrió, antes, salivar a nadie. Era raro. Se dijo:
- Mi saliva puede ser una semilla. Puede ser la semilla del mal.
En seguida, mirando, de nuevo, a los tres hombres que se alejaban, se puso colérico:
- ¡Puercos malditos!
Por la noche, al apuntar los primeros racimos de estrellas idumeas, Job, que aún continuaba tendido sobre el polvo del estercolero, se durmió por espacio de largas horas. Durante el sueño estuvo viendo hermosas imágenes y hermosas tierras de fertilidad y abundancia casi desconocidas en todas las comarcas circundantes. Fue, el suyo, un complicado sueño lleno de fantasía y de sensualismo enfermizo. Nunca, lo recordó al despertar, había soñado cosa semejante. Sin embargo, primero que tornarse dichoso con el dulce recuerdo del sueño, se tornó taciturno, melancólico y como ajeno, en un todo, al ambiente de suciedad y fastidio que lo rodeaba. Su tristeza, así, fue más infinita. Reflexionó:
- ¡Todos comían el pan de mi mesa!

IV

Un sábado, Job, que avanzaba por entre la canalla idumea, sintió, de súbito, un tremendo asco por los hombres y las cosas que veía por doquier. El suyo fue un asco extraño. Todos tenían que morir, algún día, sin que faltara, a la cita final, uno solo. Pero Job sintió asco por todos. ¿Era, en realidad, la plebe por entre la cual caminaba, digna del odio y del desprecio del mísero leproso?
Todos eran, en verdad, iguales: unos tomaban mujeres en arrendamiento pasajero y otros las usufructuaban por meses y hasta por años. Unos vendían a sus hijas a torpes mercaderes. Otros se hartaban de sucias mujerzuelas venidas a menos tras una noche de lujuria o unos días de hambre. Todos se portaban como en una feria de incestos y placeres. No había gente honorable entre toda aquella multitud. Abundaban, sí, los ladrones, los detractores y los monederos falsos. Job, al mirarlos, se repetía, en el colmo del rencor:
- Puercos. ¡Mil veces puercos!
Cansado de vagar decidió sentarse en el primer sitio libre que encontró a su paso. Fue, este sitio, un viejo portal casi al despoblado y en lamentable abandono. Allí se quedó horas y horas. Pareció, por algunos momentos, más resignado al dolor de sus úlceras y a la continua molestia de las moscas que lo seguían de un lugar a otro lugar. Las barbas, en toda la semana, le habían crecido en forma alarmante. No parecía un leproso. Parecía, más bien, un profeta dispuesto a dirigirse a los gentiles. Fuera de la barba, el cabello también le había crecido a manera de sucia melena. Por unos minutos pensó en su barba:
- Las barbas pueden ocultarme, un poco, las úlceras del rostro.
Mientras estuvo descansando notó que el sol había dejado de brillar sobre las piedras y sobre las verdes copas de los olivos y los cedros. Notó, del mismo modo, que la luz había tornado más débil, y más escasa, la imagen de la tarde. Al mirar hacia el cielo vio una gran nube que cabalgaba, siniestra, sobre otra nube más negra y más siniestra. Entonces, poniéndose de pies, habló para sí:
- Es la lluvia. Ya viene la lluvia. ¡Ojalá sea, de nuevo, el diluvio...!
Apoyado en su báculo de olivo, el mismo báculo que usaba todos los días, tornó, despacio, a su casa. Por unos instantes se detuvo entre la multitud de mercaderes, de mendigos, de prostitutas, de vagabundos y de farsantes que santificaban a su antojo, la fiesta del sábado. Rencoroso, escupió sobre todos:
- Puercos inmundos. Grupo de puercos inmundos. 
¡Y siguió caminando!

V

Se levantó, muy temprano, del frío estercolero. En la noche, por una inesperada circunstancia, tal vez por excesos de cansancio o de fatiga habitual, Job había dormido mucho. Experimentó una especie de paz hasta entonces nunca otorgada a su espíritu. Miró, lleno de íntimo regocijo, la clara luz de la mañana. ¡Bella la mañana! Temblaba, toda, en las parras, en los olivos, en las espadas de los juncos, en las banderas de los plátanos, en la dura carne de las piedras y en el blanco cristal de las espumas.
Era, esa, una mañana como para ser acariciada, contra el pecho o como para ser acariciada por las manos de un hombre sano. Una mañana como para ser bebida, de un solo sorbo, con su aire perfumado y su viento fino y sutil. Job, agradecido por la presencia de tanta luz mañanera, se puso a cantar. Y cantó mucho. Al terminar su canción, una canción que era como un himno, volvió a sentir el amargo sabor de su ira:
- Todos comían el pan de mi mesa.

VI

Vinieron infinidad de gentes a ver a Job. Era la época de la gran vendimia. Una época idumea, azul, etérea, fragante y casi tan intensa como la primera época del mundo. El leproso no recordaba haber tenido, en varios años, semejante compañía. Por eso olvidó, acaso, y tan sólo durante algunos días, la amarga obsesión de su espíritu. Ya no parecía tener en cuenta lo de su mesa, su pan, su casa, su vino y las mantas tibias de su lecho. Y era como otro hombre distinto. Un hombre sano. Sin lepra.
Pasaban, ante Job, gentiles, mendigos, ancianos, jóvenes, graves mercaderes, príncipes de la ley, caminantes de largas túnicas, infelices vagabundos, libertinos ebrios de vana alegría, filósofos de pensativas miradas, músicos, conductores de ganados y mujeres de todas las categorías y de todas las edades. Era un desfile interminable. Todos querían ver a Job. Todos querían escuchar auncuando fuera una sola palabra suya. Todos querían mirarle, una a una, las úlceras enrojecidas, cárdenas, pálidas y de mil extrañas formas y tamaños. Todos querían ver a Job, el idumeo.
Uno, al parecer artista o filósofo, se acercó para decirle:
- Cuéntanos Job, una historia.
Otro, un mercader, avaro por el aspecto de su túnica, su rostro y sus barbas, se atrevió a interrogarle:
- ¿Qué hiciste, Job, todos tus camellos, tus caballos, tus bueyes y tus fabulosas riquezas?
Job, como sumido en un solo y profundo éxtasis, no intentaba dar respuestas ni tener ánimo de referir historias de ningún género. Su semblante era, sin embargo, comunicativo y sincero.
Al caer la tarde, con el postrer fulgor crepuscular, se alejó el último visitante de Job. Y de nuevo el leproso quedó solo. Su soledad fue creciendo, como un río, hasta que se convirtió, toda ella, en lúgubres rosas de sangre. Unas moscas, también las últimas moscas del día, volaron en busca de refugio. Job las miró:
- Aún no se hartan, de comer mi carne maldita, todas estas moscas de horribles cabezas, de horribles patas y de horribles alas oscuras.
Luego se durmió.

VII

Con frecuencia Job solía irse de viaje, por las aldeas y los caminos, como en busca de impresiones y de algo desconocido que pudiera disipar sus dolores y sus penas. Siempre lo había hecho. Y siempre, como era natural, lo hacía para tratar de olvidar rencores, sufrimientos, desengaños y amarguras del espíritu.
Pasó, así, por una aldea. No la conocía. Las tiendas, a lado y lado, parecían habitadas por gente rica, poderosa y ajena, por completo, a los sufrimientos, a la miseria y al hambre de la plebe. Job observó dichas gentes. Por un segundo, al recordar la ocasión en que escupió sobre los hombres que se burlaron de su lepra, sintió deseos de escupir, en el rostro, a cuantas personas, niños, hombres, ancianos, mujeres, viejas o jóvenes, pasaran junto a él. No resistió tal impulso. Era, esto, su venganza. Una forma de su venganza.
Como todavía no era tarde y hacía buen tiempo de verano, con viento y suave aire, los habitantes de la aldea estaban, aún, en las calles. Job, al primero que escupió, fue a un mercader, vestido con riquísima púrpura. Lo salivó en la cara. Fue, la suya, una saliva grande, espesa, con cierto olor a mucosa podrida. El hombre recibió la saliva sin la más leve protesta. Después, con cuanta persona que se encontró a su paso, hizo lo mismo. Obró de idéntica manera.
Una niña, rubia y hermosa, cruzó cerca al sitio en donde Job, sentado en un banco de madera, descansaba. El leproso la miró. ¡Bella! Pero no pudo contenerse. Con fuerza, con ira, como ejerciendo el derecho de la venganza, la salivó en la cara. La niña recibió, en silencio, la afrenta. Job sonrió. Ahora estaba vengado.
Un hombre, al parecer un grave filósofo, se acercó al leproso para decirle, colérico:
- Y tú, viejo leproso, ¿por qué has hecho esto? 
Job no contestó.
El filósofo tornó a decirle:
- ¿Tú, un viejo sucio, salivándole el rostro a un ángel?
Job, entonces, contestó:
- Esa no es mi saliva sino mi semilla. Es la semilla que riego, desde hace días, en tierra de la Idumea.
Un viento fresco sopló en dirección norte. Job lo contempló. Era un viento alegre y cantarino que arrastraba, en su fugaz sensualismo, millares de hojas secas.

***

Cuando Abel Montaña se despertó, aquella mañana de invierno, lo primero que hizo fue cerciorarse de que él, en realidad, no era Job ni su sueño, su largo sueño, una realidad.

Escrito el 19 de agosto de 1958.

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