Ahora estoy en mi justo medio. Ahora sí estoy en un buen clima para mi espíritu. Ahora sí respiro mi propio aire de salud y de vida. Ahora sí navego por mis mares y mis ríos. Ahora sí camino por plácidos senderos en fiesta de lozanía y primavera. Ahora sí abro, al sol y al campo, al horizonte azul, todas las ventanas de mi exclusiva propiedad. Ahora yo si soy yo.

Estoy, ahora sí, en mi elemento. No sé por qué. Mas, aún es buen tiempo de empezar.

Aún es tiempo. Tiempo de aprender y tiempo de enseñar. Tiempo de sembrar -¡Oh divino Darío! Y tiempo de coger. Tiempo de ir y tiempo de venir. Tiempo de encender altas lámparas y tiempo de apagar locas hogueras. Tiempo de dar y tiempo de recibir. Aún, del mágico cántaro de la firme voluntad y del firme carácter, no se ha escapado, hacia el fracaso y la fatiga, la postrer gota de agua vencedora. Estoy, ahora sí, en mi justo medio. Ahora sí estoy en un clima propicio para la salud de mi espíritu. Voy a ensayar, como las águilas de Heráclito, el poder absoluto de mis alas.

Veremos cómo resulta hermosa la soberbia majestad de su vuelo.

lunes, 12 de marzo de 2012

EVA




A las ocho en punto sonó, en la escuela, la campana. Las niñas se quedaron, quietas, en los sitios en donde estaban jugando. Eran uno o dos centenares de jovencitas rubias, morenas, blancas, de once, de doce, de trece, de nueve y hasta de siete años. El patio, grande y limpio, estaba cercado con murallas de ladrillo. En las seis aulas se enseñaba desde el primero al quinto curso de primaria. La campana impuso silencio. Y eran las ocho en punto. En la noche, en el barrio Versalles, como en el resto de la ciudad, había llovido. Era el mes de octubre.
Una de las niñas habló junto a un grupo de chiquillas inquietas. La maestra de la disciplina dijo:
- Niña Raquel Vélez, no hable ni se mueva de su puesto. Y las otras niñas que están con ella, no conversen ni se muevan. ¿No oyeron la orden de hacer silencio?
De nuevo volvió a sonar la campana del establecimiento. Sonó una, dos, tres veces. Eran los toques reglamentarios para que las alumnas hiciesen, todas, por grupos, la formación. Una quinta campanada indicó quietud y mayor atención en las filas. Sonó, por quinta vez, la campana. Y las niñas, ya formadas en rigurosa estatura, cada una en el lugar correspondiente, se quedaron, con los brazos cruzados sobre el pecho, quietas y en completo silencio. La maestra continuó:
- Cuando suena la campana, niñas, es para que todas se queden quietas en los sitios en donde estén. La orden es general. Para las pobres y las ricas, las blancas y las negras, las grandes y las pequeñas. Todas deben obedecer. De lo contrario se acaba, aquí, la disciplina. Usted, Raquel Vélez, no oyó, ahora, la campana. Ojalá y otro día la oiga. A mí no me gusta castigar a ninguna niña. Por eso es por lo que les ruego, muy encarecidamente, no desobedecer las órdenes que se dan. Así, de esa manera, nos evitan dolores de cabeza y se evitan ustedes el tener que ser castigadas con un punto malo en los cuadros trimestrales de calificación.
Creo, terminó la maestra, que me han entendido. Y espero, para mañana martes, mejor obediencia por parte de Raquel Vélez y de sus cinco amiguitas.
Cuando la maestra terminó de hacer las observaciones de la mañana y de reclamar mejor cumplimiento y mejor puntualidad en la asistencia a la hora de la formación, el día, en el barrio Versalles, era, casi, de verano puro. En verdad que durante la noche había llovido muy recio, pero el cielo, las cordilleras, las colinas y los valles circundantes estaban, desde el alba, luminosos y azules. El sol, un sol picante y rubio, llenaba de regocijo la ciudad, los jardines, los huertos distantes, los caminos lejanos y las montañas remotas. Era un sol como del mes de agosto. Y cantaban, en los árboles, los pájaros. Trascendía un perfume sutil. Era, el aire, de menta y por las altas chimeneas de las fábricas salían, hacia el espacio limpio, bombas de humo negro, denso, tenaz como si se escapasen, más bien, de los sacrificios de Caín. Un humo que olía, de seguro, mal.
El sol era de oro y la mañana era de miel. Luego de haber rezado algunas oraciones y de haber cantado algunos himnos el alumnado recibió orden de seguir a los respectivos salones.
Pronto el patio de la escuela quedó solo. Callado. El sol, entonces, regó millares de monedas de plata, de zafir y de esmeralda en cada uno de los sitios en donde antes hubo una niña. El sol era, igualmente, de menta y de rosa. Nada importaba, para ello, que en la noche hubiese llovido y que, acaso, al llegar la tarde volviese a llover. En octubre, por lo general, llueve, de continuo, en el mundo entero. Lo mismo en noviembre. Los árboles, por estos dos meses, son grises, melancólicos y envueltos en neblinas como los fantasmas de un brumoso cuento escandinavo. Y los pájaros no cantan.

II
Las alumnas de año tercero entraron a su salón. Claudia Vera, la maestra, después de haber limpiado su pupitre, de haber ordenado unos papeles y de haber apartado, un poco, el florero, sacó el libro de asistencia diaria, mandó que las niñas se sentaran en sus bancos y empezó a correr lista:
Arango Elena. 
Arias Margarita. 
Botero Ana.
Cardona Pastora.
Díaz Irene.
Echeverri Irma.
Franco Inés.
García Eva...
Una veintena de niñas. Al terminar se dirigió a todas las alumnas para darles una indicación cualquiera. Las niñas obedecieron. El salón era amplio, ventilado, con ventanas metálicas hacia la calle, con cuadros alegóricos en las paredes y, ante todo, con mucha luz. Luz por la derecha. Luz por la izquierda. Luz clara, hermosa, fresca y saludable como el mismo aire que llenaba, a esa hora de la mañana, el aula de estudios. Dirigiéndose a una de las alumnas la señorita Claudina Vera, calmada y lentamente, dijo:
- Eva García: tome sus cuadernos, sus libros y sus lápices y váyase de la escuela.
Nada más. Esas palabras fueron suficientes. La niña se sorprendió. Era una muchachita pálida, casi trigueña, con los cabellos lacios caídos sobre los hombros, con los ojos grandes, expresivos, con la boca pequeña, de dientes finos, con los senos en botón, como dos pitahayas verdes y con las mejillas un tanto lívidas por el frío invernal. Eva había ido descalza a la escuela. Y vestía un trajecillo de tela color crema. Llevaba, en el cuello, una ligera cadena de fabricación ordinaria. Eva tendría, si mucho, trece o catorce años de edad.
La muchacha tomó sus libros, sus cuadernos y sus lápices. Los empacó en su maletín, le dijo algo a una de sus compañeras y salió del salón. Afuera, en el amplio patio escolar, había abundante sol de oro, nuevo, vivo, alegre y hermoso como debe ser, siempre, el sol de los patios de todas las escuelas del mundo. Eva salió a la calle. La calle también estaba llena de sol. Había sol en todos los sitios y para todas las criaturas de la tierra.
Claudina Vera, al mandar a una de las alumnas que cerrase la puerta, volvió a dirigirse a su grupo para notificarle en tono severo:
¡Ninguna niña debe preguntarme por qué despaché a Eva García de la escuela!
En seguida dio principio a su clase explicando una sencilla lección en la cual se hablaba de cómo Josué, luego de la muerte de Moisés, se hizo cargo del pueblo israelita y de la ocupación de la tierra prometida. Al terminar la clase, ya transcurrida la segunda hora de estudio, cuando cada una de las niñas de año tercero había dado su tarea de castellano y de historia sagrada, sonó la campana para anunciar el recreo. La maestra se quedó en el salón y las alumnas, en grupos de dos y tres, salieron al patio. Ya estaba jugando el personal de las otras agrupaciones de la escuela.

III

Durante las dos horas de estudio ninguna de las compañeras de Eva García pronunció una sola palabra. Al ser despedida por la señorita, todas se quedaron sorprendidas, sin alcanzar a imaginarse cuál había sido el motivo para que se le expulsara del establecimiento. Al Eva retirarse, todas la miraron como tratando de indagar la razón por la cual se le despedía, en esa forma, de la escuela. Luego se miraron unas a otras: Elena Arango miró a Leonor Ruiz, Ana Botero miró a Irene Díaz, Irma Echeverri miró a Inés Franco y Rosana Palacio miró a Pastora Cardona, la niña más crecida de toda la agrupación.
En el patio, cada niña de año tercero, en pequeños corrillos, se fue preguntando llena de sorpresa y de curiosidad:
- ¿Por qué echarían a Eva García?
- ¿Por qué echarían a Eva García?
- ¿Por qué echarían a Eva García?
- ¿Por qué echarían a Eva García?
A las diez exactas volvió a sonar la campana. El personal de la escuela, como lo había hecho por la mañana, a las ocho, se quedó, en su puesto, quieto y con la boca cerrada. La profesora de la disciplina dio las órdenes de rigor y dispuso la entrada, por grupos, a los salones de estudio. En año tercero la señorita Claudina Vera debía dictar una clase de ciencias naturales. Empezó hablando de la vida y las costumbres de los peces de mar. Para ello dibujó, en el tablero, esqueletos de peces marinos, huevos de caimán, agallas de tiburones y escamas y huesos de peces pertenecientes a las más raras familias imaginables. A las once terminó la clase. Las alumnas se marcharon, como todos los días, en busca del almuerzo.

IV

Eva no quiso volver a su casa. En toda la mañana, mientras discurría, sin rumbo, por las calles de la ciudad, mientras miraba las casas, las tiendas, los almacenes, los carros que pasaban, las gentes, los árboles de la avenida, los niños y las niñas que caminaban felices, los soldados y las altas chimeneas de las fábricas urbanas, iba pensando, en su mundo interior, mil cosas contradictorias, oscuras e indescifrables para sus trece años de edad:
 - ¿Quién, se decía, pudo contarle todo a la señorita Claudina? ¿Sería Luis? ¿Sería Ernesto? ¿Sería Ramón Villa? ¿Cuál de los tres pudo haberle contado, todo, a la señorita?
Caminaba como sonámbula. Tenía hambre. Y tenía, de igual modo, miedo. Un miedo de mujer de trece años, de niña que ha sido despedida de la escuela, de jovencita que va sola, sin rumbo determinado, por la calle, que lleva sus libros y sus cuadernos bajo el brazo y que no alcanza a comprender por qué conducto y de qué manera la maestra supo toda la historia por la cual se vio obligada a cancelarle la matrícula escolar:
- ¿Sería Luis?
- ¿Sería Ernesto? 
- ¿Sería Ramón Villa?
Llegó a un parque. Ya eran más de las tres de la tarde. El día, que en la mañana fue azul y claro, alegre y brillante, se tornó, de pronto, gris y triste, nublado y brumoso con fuertes amenazas de lluvia y con frío áspero, cortante, húmedo y persistente como si la ciudad fuese, toda ella, un gran páramo cubierto de nieve. Se sentó, angustiada, en un escaño. Volvió a pensar en la forma como la señorita Claudina pudo haber sabido su íntima historia:
- ¿Sería Luis? 
- ¿Sería Ramón Villa?
- ¿Sería Ernesto?
Un pensamiento extraño vino a complicar las íntimas cavilaciones de Eva:
Y si mi mamá llega a saberlo, ¿qué irá a decirme?
Una lluvia menuda, pertinaz y helada empezó a caer en la ciudad. Eva era, así bajo el agua llovida, como un ser absolutamente abandonado del mundo, de la suerte y de los hombres. Se diría una muñeca inútil perdida en una calle sin nombre. Se diría una pobre criatura fugitiva del amor y de la caridad. Y sin nadie en la tierra. Sola. Desesperada. Con miedo de volver a la casa, con miedo de la noche vecina, con miedo de las sombras, del pasado, del porvenir y de su pequeña historia, la oculta historia por la cual la habían despedido de la escuela del barrio Versalles.
- Y si mi mamá llega a saberlo, ¿qué irá a decirme?
Seguía cayendo la lluvia. Eva, sentada en el escaño del parque, iba sintiendo que el trajecillo se le adhería al cuerpo, que se le pegaba en las espaldas, en el pecho y en las caderas. Sentía que el agua le penetraba hasta el alma y que todo su ser se helaba, se humedecía y que de los cabellos le caían hilos de llovizna y que la tela mojada le dibujaba mejor las dos pitahayas verdes de los senos y que se ponían lívidos los brazos, los pies sin zapatos, las mejillas sin fuego y los labios cárdenos, temblorosos y hechos como de una sustancia muerta, como de ceniza o como de polvo agrio y sin vida.
Con la lluvia fue cayendo la noche. Una noche trémula. Noche polar. De helada cerrazón. Eva, que se había retirado del escaño, vagaba, ya por entre la noche inicial, por las calles casi desiertas de la ciudad. Su silueta, a lo lejos, se desvanecía, se esfumaba, se borraba como la sombra undívaga de un fantasma en un camino sin fin. Al cabo se perdió… se perdió en el reino medroso de la noche…


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