Ahora estoy en mi justo medio. Ahora sí estoy en un buen clima para mi espíritu. Ahora sí respiro mi propio aire de salud y de vida. Ahora sí navego por mis mares y mis ríos. Ahora sí camino por plácidos senderos en fiesta de lozanía y primavera. Ahora sí abro, al sol y al campo, al horizonte azul, todas las ventanas de mi exclusiva propiedad. Ahora yo si soy yo.

Estoy, ahora sí, en mi elemento. No sé por qué. Mas, aún es buen tiempo de empezar.

Aún es tiempo. Tiempo de aprender y tiempo de enseñar. Tiempo de sembrar -¡Oh divino Darío! Y tiempo de coger. Tiempo de ir y tiempo de venir. Tiempo de encender altas lámparas y tiempo de apagar locas hogueras. Tiempo de dar y tiempo de recibir. Aún, del mágico cántaro de la firme voluntad y del firme carácter, no se ha escapado, hacia el fracaso y la fatiga, la postrer gota de agua vencedora. Estoy, ahora sí, en mi justo medio. Ahora sí estoy en un clima propicio para la salud de mi espíritu. Voy a ensayar, como las águilas de Heráclito, el poder absoluto de mis alas.

Veremos cómo resulta hermosa la soberbia majestad de su vuelo.

lunes, 12 de marzo de 2012

DOSTOIEWSKY ESTÁ EN LA CIUDAD

                     

                                                               A Alberto Ángel Montoya, 
                                                              grande en la amistad,
                                                              grande en el verso 
                                                              y grande en la prosa.


Descendió del tranvía y anduvo por la calle veinte. Caminó, a paso ligero, hasta la carrera cuarta. Volvió sobre la derecha. A pocos metros llegó a su casa; una casa de familia en la cual vivían varios estudiantes y algunos empleados de comercio, en compañía de tres mujeres, dos solteras y una casada, madre de una linda criatura con quien, Hernando Pérez, uno de los estudiantes, jugaba los días de fiesta, mientras la señora iba a misa, arreglaba su discreto aposento o conversaba, en el vestíbulo, con su hermana soltera o con la señorita Teresa del Corral, “Voltaire”, como la llamaban los estudiantes.
Hizo tres llamadas con el picaporte. Abrieron el portón. Subió, casi precipitadamente, todos los peldaños de la escala. Por un angosto corredor se dirigió a su apartamento. Este era un sencillo apartamento con libros, armario de luna, dos o tres sillas, una mesita de noche y cuadros de hombres célebres en las paredes. Aquí vivía desde que abandonó aquel sórdido zaquizamí adonde lo llevó su deseo de conocer, de cerca, la verdadera miseria de la ciudad. Estaba, casi siempre, contento, sin preocuparse, mayormente, de otra cosa distinta a sus estudios, sus libros y los conciertos de la radio que escuchaba todos los domingos.
Ya en su cuarto, sentado en una de las sillas, Claudio Andrade, estuvo, por espacio de breves minutos, pensando cualquier cosa sin mucha importancia y tratando de descansar un poco.
No estaba, realmente, fatigado; pero sí respiraba más fuerte que de costumbre. Miró, con entera fijeza, el retrato de Nietzsche y la pequeña vista de la roca de Sils María. Muy vago, tuvo el recuerdo de una fecha perdida, antes, en el mundo de las fechas felices. Fue algo sin emoción. Remoto. Se puso de pies y tomó un grueso volumen de la biblioteca. Lo abrió en la página 430. Leyó algunas líneas subrayadas con tinta roja. Cerró el libro. Lo puso sobre la mesita de noche. No leería más. Quitándose el saco fue a tenderse en su cama. Cruzó las manos sobre la frente alta. Entrecerró los ojos. Así permaneció por espacio de muchos minutos, hasta cuando se levantó de pronto, agitado y nervioso.
Sintió súbito miedo al recordar, de repente, y sin ningún motivo concreto, la figura de un viejo que subió al tranvía y se sentó a su lado. Se dijo:
- Sí. Ese hombre es el mismo Dostoiewsky. Dostoiewsky resucitado aquí en esta brumosa ciudad de cielo gris, de nubes pardas y de cuatrocientos mil habitantes.
Se le hizo raro no haber notado antes, no haber advertido antes, que aquel hombre, que se sentó a su lado, era Fedor Dostoiewsky en persona. ¿Qué hacía el escritor ruso en esta ciudad? ¿Y por qué nadie se había enterado de que él estaba allí y cruzaba por las calles y subía al tranvía y se sentaba a las mesas de los cafés? ¿Por qué había resucitado Dostoiewsky aquí, en este país desconocido en Rusia?
Andrade, con el pañuelo, se secó el sudor de la frente. Sudaba a mares. Y empezaba a preocuparse con la idea de que el pobre señor del tranvía era Dostoiewsky. El mismo.
Sí. Pero, ¿no sería una equivocación, uno de tantos fenómenos que a Claudio le habían sucedido en sus veinticinco años de vida? Una ocasión, en Quito, ¿no tropezó, en la calle, con Balzac, con Honorato de Balzac? Recordaba eso y que le había dicho, al verlo:
- Y usted, maestro, ¿qué hace aquí? ¿Cuándo vino de París? ¿Qué tal le hemos parecido los indoamericanos?
Quizás. Tal vez sería el mismo fenómeno. ¿Y por qué se realizaba ahora con el autor de Los hermanos Karamassoff?
De nuevo Claudio se pasó el pañuelo por la frente. Ahora sudaba más frío. Le ardían los ojos y la boca se le ponía amarga, se le secaba, y el corazón le saltaba como un gato con hambre. Se adelantó hacia la mesita de noche. De un jarro de cristal azul vertió agua en un vaso. Tomó, para ver si se reponía. Mas no consiguió calmar la extraña agitación nerviosa que, de repente, lo embargó, al darse cuenta de que aquel hombre era Dostoiewsky. Se dijo, luego de tomar el agua:
Todo me parece muy singular. ¿Acaso Dostoiewsky no murió en Moscú el 9 de febrero de 1881, a los sesenta años de edad? Y a su entierro, ¿no asistieron, pues, algo así como treinta mil almas?
Dijo esto. Después reflexionó con mejor serenidad:
- Posiblemente, de todas las gentes que viajaban en el mismo tranvía, sólo yo me he dado cuenta de la presencia del extraño personaje que estoy confundiendo con Fedor. Es lo más razonable.
Se sentó en la cama. Había dejado de sudar frío pero las manos le temblaban febrilmente. Sus labios gruesos, sensuales, de hombre que ha besado con furia la carne de muchas mujeres, también le temblaban como en medio de una pesadilla sin término. El agua, quizá, le había hecho bien. No obstante, muy leve, la imagen del desconocido continuó viajando por el mundo interior de su cerebro.
Vino una criada:
- ¿Quiere, señor Andrade, que le traiga un poco de agua con azúcar? Está como fatigado. ¿Qué le sucede?
- No me sucede nada en absoluto. Ni tengo sed. Quiero, eso sí, que no venga usted mientras no la llame. ¿Entiende?
- Excúseme, señor Andrade.
La criada dio media vuelta y se perdió, luego, a través del corredor. Claudio continuó allí sentado como un idiota. Sin mirar nada en concreto. Sin pensar nada que pudiera sustraerlo, del todo, a la oscura idea de haber sido con Dostoiewsky con quien se encontró en el tranvía, dos horas antes.
Resuelto a cerciorarse de algo que lo sacara de la tenaz alucinación, se puso de pies y fue a buscar, entre sus numerosos volúmenes, uno, en el cual André Levinson estudia la atormentada existencia del ruso genial.
Lo abrió en la página 220. Leyó:
- “Ese hombre de estatura mediana, más bien flaco, pero ancho de espaldas, no representa sus cincuenta y dos años. Ni un hilo blanco en la barba rala, en la cabellera fina y dulce que descubre una frente muy amplia. Los ojos son pequeños y claros: todo el rostro es, a primera vista, feo y ordinario, pero era imposible olvidar sus rasgos, tan penetrados estaban de vida espiritual. Sin duda hay algo de enfermizo en esa fisonomía. El pintor ha sabido captar esa finura de epidermis, ese tinte incoloro y ceroso, esas sienes desnudas y huecas, esas arrugas profundas”.
Bastaba con esas líneas. Puso el libro de Levinson sobre el tomo grueso en que leyó al principio. Ese retrato era igual. Exacto al hombre del tranvía. Ni un pelo más ni una arruga menos. Con especialidad en la barba y en las espaldas anchas. En los ojos, era, también, en donde más se acentuaba el misterioso parecido. Cuando un hombre se parece a otro es cuando la necesidad de los nombres se nos hace más patética.
Andrade estaba ahora casi convencido de haberse encontrado con Dostoiewsky. Con serenidad reconstruía, uno a uno, ligeros detalles observados en la persona del viejo: miraba de un modo obstinado todas las cosas, como tratando de adaptarse al ambiente. Volvía los ojos de una parte a otra como si buscara un rostro conocido. A veces daba la impresión de haber visto a un amigo o un simple conocido porque su semblante se reanimaba y hasta movía, con pausada lentitud, los labios, como cuando se saluda sin deseos de saludar.
Este tal vez sí es Dostoiewsky. Pensó, mientras estuvo parado, algo enteramente ajeno a cuanto venía agitándose en su mente. Luego se repitió, ya sin un ápice de duda:
- Ese hombre es Dostoiewsky. Un Dostoiewsky resucitado entre nosotros como cualquier Lázaro de semanasanta. Y no es raro. Yo, por ejemplo, ¿no soy, acaso, Sachka Yegulev? ¿Cuántos estudiantes no habrá en el mundo que pretenden hallar en sí, o en sus compañeros una semejanza a Sachka Yegulev?
Sonrió. En muchos días atrás, no recordaba haber sonreído por ningún motivo. Ni siquiera por la estupenda actuación del “Gordo” y el “Flaco” en su última película. Tampoco por la pintura arbitraria que tenía el payaso del circo, ni por las cosas que se le ocurrían con los malabaristas y los trapecistas de la compañía.
Se sentó en una de las sillas. Reflexionó:
- Yo soy Sachka Yegulev y no Claudio Andrade. Siempre lo he sido. Sólo que las gentes no comprenden esto y, claro está, me tienen que llamar con ese nombre sin ningún interés. Me llaman así de igual manera que me llamarían Joaquín, José o Agapito. ¡Es que no entienden la importancia que hay en eso de llamarse Sachka!
Mientras permaneció sentado allí y con la idea de que él era el héroe de Andreiev, Claudio Andrade pareció tener olvidado el recuerdo del viejo del tranvía. Una imagen pareció borrar la otra. Sin embargo, es evidente que cuando una impresión se duerme en los sentidos, su despertar nos causa o una mayor tristeza o una más intensa alegría. Andrade, al caer por centésima vez en el laberinto por donde discurría fatigado, se sintió alegre y triste, a un mismo tiempo.
Si él era, realmente, Sachka, ¿por qué el hombre de la barba no era también Dostoiewsky?
Al fin, en dos horas largas, empezaba a encontrar la verdadera tranquilidad y el convencimiento de que no eran alucinaciones suyas, locuras suyas las que en esa forma lo tenían preocupado. Se sintió, entonces, satisfecho. ¡Feliz! Él era, quizá, en esos minutos, el hombre más dichoso de la tierra. Tal vez el único ser completamente dichoso del mundo. Oh, qué grato poder gritar, poder correr por un camino húmedo de lluvia, poder sentir el olor de todas las flores, el olor de todas las frutas maduras, poder jugar desnudo sobre la arena tibia de una playa de mar, poder acariciar la cabellera de una mujer y no pensar ni en la muerte, ni en el dolor, ni en el odio. ¡Poder mirar el campo libre, las nubes altas y los pájaros en los árboles…!
El deseo de no pensar en la muerte, ni en el dolor, ni en el odio, entusiasmó a Claudio hasta obligarlo a tomar un partido decisivo. Se levantó. Tomó el sombrero. Ordenó algunos libros.
Volvió a mirar el retrato de Federico y la fotografía de Sils María y, como quien tiene urgente necesidad de ver a alguien, de ser exacto en una cita, salió de su apartamento.
Al atravesar el corredor, se encontró con la señorita Teresa del Corral pero no la saludó. Siguió. Las escalas las bajó de dos en dos. Ya fuera, recorrió los pocos metros que hay hasta la calle veinte y por allí regresó a la esquina en donde antes había descendido del tranvía; donde había dejado a Dostoiewsky.
Aguardó un instante. Paró un coche. Andrade subió. Sin mirar a nadie, buscó asiento en un puesto de la izquierda. Dejó, entonces, que la máquina lo llevara a cualquier parte; a la calle setenta y cinco, a la ochenta, por ejemplo. Por allá, en ese extremo de la ciudad, se volvería a encontrar con el raro personaje.
Lentamente empezó a caer la noche. Las nubes corrían bajas. Pasaba viento fragante y las bombas del alumbrado público eran como faroles de invierno levantados a lo largo de la ancha avenida. Las gentes iban y venían por los andenes. Las sombras sumergían callados jardines y los árboles de los cerros y los parques se llenaban, todos, de un vago color de agua nocturna. ¡Pronto sería noche total!
Cruzó el tranvía por la calle cincuenta. Claudio Andrade iba ahora casi solo. Observó los ocupantes del coche: una señora anciana, un obrero de blusa gris y un señor delgado, alto, de gafas y de pelo cano a quien Andrade vio aspecto de notario o de maestro de escuela. Nada más. En la calle cincuenta y uno, paró el tranvía para bajar la señora anciana. El hombre de las gafas miró a Claudio. En seguida, cruzándose de brazos, se entretuvo mirando crecer la noche.
Entretanto la máquina rodaba, Claudio parecía no tener la más débil preocupación. Atrás había dejado la ciudad, su apartamento de estudiante, sus dos horas y media de fiebre y todas las complicadas alucinaciones que le pusieron el cerebro a punto de estallar. Atrás estaban Sachka Yegulev y Fedor Dostoiewsky. Atrás había quedado todo su absurdo mundo de pesadillas...
De pronto, el tranvía se detuvo. Bajaron el señor alto y seco y el obrero de blusa gris. Andrade no quiso moverse de su puesto. La máquina continuó su marcha. Pero, una cuadra abajo, Claudio apretó el timbre para descender. Estaba en la calle setenta y cinco. Descendió.
Al ir a ponerse en movimiento el coche, Claudio vio que de allí, de una casa pequeña, salía un hombre de mediana estatura, flaco, ancho de espaldas, de frente amplia y que, a pesar de su paso lento, subía, sin ningún embarazo, al tranvía y tomaba asiento sin dejar entrever la más leve señal de inquietud o de fatiga.
Se quedó mirando cómo se alejaba la máquina. Segundos después, se dijo:
- Ese es el mismo viejo que vi esta mañana. Ese es Dostoiewsky. Pero, en el fondo, ¿qué me importa a mí que sea o no Dostoiewsky, Fedor Dostoiewsky?
Giró sobre la derecha y se perdió, por allí, por la calle setenta y cinco, entre la noche, entre la oscura geografía del barrio desconocido...






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