Ahora estoy en mi justo medio. Ahora sí estoy en un buen clima para mi espíritu. Ahora sí respiro mi propio aire de salud y de vida. Ahora sí navego por mis mares y mis ríos. Ahora sí camino por plácidos senderos en fiesta de lozanía y primavera. Ahora sí abro, al sol y al campo, al horizonte azul, todas las ventanas de mi exclusiva propiedad. Ahora yo si soy yo.

Estoy, ahora sí, en mi elemento. No sé por qué. Mas, aún es buen tiempo de empezar.

Aún es tiempo. Tiempo de aprender y tiempo de enseñar. Tiempo de sembrar -¡Oh divino Darío! Y tiempo de coger. Tiempo de ir y tiempo de venir. Tiempo de encender altas lámparas y tiempo de apagar locas hogueras. Tiempo de dar y tiempo de recibir. Aún, del mágico cántaro de la firme voluntad y del firme carácter, no se ha escapado, hacia el fracaso y la fatiga, la postrer gota de agua vencedora. Estoy, ahora sí, en mi justo medio. Ahora sí estoy en un clima propicio para la salud de mi espíritu. Voy a ensayar, como las águilas de Heráclito, el poder absoluto de mis alas.

Veremos cómo resulta hermosa la soberbia majestad de su vuelo.

lunes, 12 de marzo de 2012

ÚLTIMA NOCHE DE LOCURA





I

Estaba solo. Nunca, acaso, estuve, en mi larga vida de ocios y desdenes, de silencios y de hastíos, creo, más solo. Una bruma rebelde e intensa llenaba, esa noche, el jardín. Llenaba el huerto. Llenaba los patios, los corredores y las alcobas de mi vieja casa provinciana. Y el viento, tal vez un helado viento de invierno, contribuía, de minuto en minuto, a la confusión de las cosas y de la penumbra circundante. Era, aquella, supongo, una fría noche de lunes. Un lunes de octubre.
Solo en mi alcoba. Otras ocasiones, sin duda cuando empecé a darme exacta cuenta de mis primeros trastornos mentales, también estuve, en idénticas condiciones, y en esta misma alcoba, solo. Entonces me aburría mucho. Uno, en determinadas épocas y circunstancias de su vida, comprende, sin remedio, que vive solo en la tierra o que tiene que morir, solo, en el mundo. Y se pone triste. Es absurdo. Yo he vivido, casi siempre, muy solo. De tanto estar solo, hace años, fue que me provino el terrible mal de la locura. No de mi hábito de leer. No. Ciertas lecturas, como ciertas drogas, suelen aprovecharle más al espíritu que a la materia. A mí me ha sucedido, de continuo, eso.
Un tío mío - que se ordenó de sacerdote y que murió mala muerte de vejez y de abandono me decía, un poco profético y sarcástico, al mismo tiempo:
- Hijo: si no dejas de leer, si no te tomas un largo descanso, terminarás, a la postre, por enloquecerte.
Pobre Juan de Alfonso, el único cura que hubo entre la numerosa familia de los Grisales. ¡Murió de abandono y de vejez!
No estaba, sin embargo, por mero capricho mío, solo en mi alcoba. El médico, al despedirse, días antes, fue categórico:
- La noche del primer lunes de octubre, estábamos a mediados de septiembre, usted deberá pasarla, solo, en su alcoba. Ojalá no se lo comunique a nadie. Ni aún a Berta, su amante.

II

Al principio de la noche, como ustedes pueden suponerlo, yo tuve no sé qué extraña desconfianza o no sé qué extraño miedo. ¿Por qué, me decía, tiene que ser, esta, mi última noche de locura?
Y un miedo atroz, como de niño que se encuentra, de pronto, perdido y solo en un bosque, se apoderó de todo mi enfermizo estado de hombre para quien no habían existido, en su pueblo, en el feo y antiguo pueblo en donde nació, ni halagos, ni riquezas, ni honores, ni ventura de ninguna clase.
Era, el mío, un miedo horrible. Hondo. Y tan cargado de dura incertidumbre y de sospechosas dudas que, sin poderlo evitar, sin poder reprimirlo, me decía, en un complicado abatimiento de nervios y de rara incapacidad de dominio:
- Esta habrá de ser, para mí, acaso, mi última noche de locura. Habrá de ser, también, mi primera noche de muerto.
Y, por largos minutos, quizás por largas horas, me ponía a esperar la súbita llegada de la muerte. Me dolía, así, la cabeza. Yo he sufrido, desde mi lejana infancia, cruelísimos dolores de cabeza.

III

No sé, al fin, cómo pude dominar el miedo. Me tomé unas pastas. Me sequé el helado sudor de la frente. Estiré, hasta donde pude hacerlo, los brazos. Abrí la boca para gritar. Pero no pude gritar. Era, naturalmente, inútil que yo, en medio de mi soledad total, gritara. Me asomé a la ventana. Afuera, en la calle, la noche hervía de frío, de viento y de bruma. Había, en verdad, aquella gélida noche de primer lunes de octubre, en la aldea, mucha y muy hermosa bruma. Había, como se los dije ya, mucho viento. O no mucho: un poco de viento, nada más. No es lo mismo.
Abandoné la ventana y torné al borde de la cama en donde, por fuerza, y por mandato del médico, debía pasar, sentado, la totalidad de la noche.

IV

No sé, en forma precisa, cuánto tiempo estuve sentado al borde de mi cama. Pero no importa. El tiempo, a veces, es lo que menos importa cuando de lo que se trata es de esperar una mejoría de salud, una mujer amada, el arribo de un barco o la partida de un tren. Pude haber estado, casi inmóvil, en completo silencio, una hora. Dos. Tres. O más. La noche, ante todo, se prolongó inquietante y lúgubre.
Lo que sí recuerdo muy bien, con entera precisión, es el desfile de tácitos recuerdos. De tácitos fantasmas. Todos me hicieron inesperada compañía. Viejos recuerdos. Y viejos fantasmas de otros tiempos lejanos.
Al principio, el primer recuerdo que se hizo presente ante mi extraño estado de ánimo, fue el de Simbad el marino. Llegó, Simbad, a mi alcoba, en compañía de Cosme Grisales, un pariente mío que murió ahogado, una noche de tormenta y naufragio, en el mar del sur. ¡Pobre Cosme! ¡Y pobre Simbad! Ambos, como venidos de ultratumba, me hablaron de sus viajes, sus aventuras, sus riquezas y sus lances de amores y piraterías.
Cosme, más que Simbad, me habló de fabulosos tesoros marinos y de sumergidas minas de oro, sumergidas ciudades y sumergidos barcos de cuya oscura existencia sólo él poseía el secreto, el dominio y la clave. Simbad, oyéndolo, no sé si lo que fingía sentir era envidia o emoción. Creo que era envidia: Simbad, mi amigo Simbad, era, a diferencia del Simbad árabe, un ser malo, torpe, sensual y envidioso. Sumamente envidioso. Cosme, en cambio, no era envidioso.
Luego de Simbad y de Cosme, mi pariente trasegador de mares, llegó un verdadero ejército de mendigos, de harapientos, de enfermos, de lisiados y hasta de mujeres que se exhibían, ante mi loca estupefacción, desnudas, ebrias e indefensas. Unas de aquellas mujeres no habían rebasado, acaso, los veinte años. Otras, por el contrario, ya eran casi ancianas. Unas ancianas, por cierto, con los cabellos en perfecto desorden, trágicos los ojos, secas las bocas, caídos los senos y desdentadas las mandíbulas. Danzaban, en torno a mi lecho, como bailarinas de circo. Las jóvenes, en cambio, permanecían hieráticas, mudas y como hechas, todas ellas, de piedra o de mármol.
El último en llegar, pasada la media noche, fue el lívido esqueleto de un perro. Aullaba. Abría, al hacerlo, una boca inmensa, fétida, honda y tan cargada de agudos dientes que más que a boca a lo que se me parecía era a un túnel, tachonado de piedras blancas. Le sonaban, como esquilas trémulas, los huesos de las costillas y de la cola. De las fosas nasales le salía humo, humo azul. Humo de azufre. Infernal.
Cuando al cabo se marchó ese esqueleto viviente, cuando se apagó el acre olor a satánico azufre, se me ocurrió encender la lámpara. Entonces la encendí. La luz, una luz roja y violeta, llenó la alcoba. Su presencia, la amable presencia de dicha luz, me llenó de plácida alegría. Me sentí como acabado de salir de un fresco baño. Como recién venido de un vergel. Como joven viajero que baja de un avión, de un transatlántico o de una sucia carreta urbana. Me sentí nuevo. Sin deudas en los bancos. Sin casa hipotecada. Sin acreedores y sin la mortal pesadilla de la locura. Me sentí aliviado. Sano. Sin el más leve síntoma de enfermedad mental.

V

Al llegar a esta parte de su relato, Fausto Grisales, un hombre taciturno y huraño, hizo -para ofrecerles a sus visitantes, una copa de vino- una larga pausa. Luego, poniéndose de pies, concluyó:
- Era, en efecto, aquella, la noche del primer lunes de octubre. Al amanecer, como el médico me había recomendado soledad y entereza de ánimo, no quise levantarme hasta ya muy avanzado el crepúsculo. Dormí, así, todo el día. Una barbaridad.
Desde entonces, y de esto van corridos algunos años, yo uso este vestido negro. Uso esta corbata de lazo. Uso este sombrero de anchas alas. Uso esta larga melena. Uso este bastón y esta hermosa violeta morada en el ojal de la solapa.
Por eso, también desde aquella noche, las gentes se obstinan en llamarme poeta. Quizás tengan razón.












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