Ahora estoy en mi justo medio. Ahora sí estoy en un buen clima para mi espíritu. Ahora sí respiro mi propio aire de salud y de vida. Ahora sí navego por mis mares y mis ríos. Ahora sí camino por plácidos senderos en fiesta de lozanía y primavera. Ahora sí abro, al sol y al campo, al horizonte azul, todas las ventanas de mi exclusiva propiedad. Ahora yo si soy yo.

Estoy, ahora sí, en mi elemento. No sé por qué. Mas, aún es buen tiempo de empezar.

Aún es tiempo. Tiempo de aprender y tiempo de enseñar. Tiempo de sembrar -¡Oh divino Darío! Y tiempo de coger. Tiempo de ir y tiempo de venir. Tiempo de encender altas lámparas y tiempo de apagar locas hogueras. Tiempo de dar y tiempo de recibir. Aún, del mágico cántaro de la firme voluntad y del firme carácter, no se ha escapado, hacia el fracaso y la fatiga, la postrer gota de agua vencedora. Estoy, ahora sí, en mi justo medio. Ahora sí estoy en un clima propicio para la salud de mi espíritu. Voy a ensayar, como las águilas de Heráclito, el poder absoluto de mis alas.

Veremos cómo resulta hermosa la soberbia majestad de su vuelo.

lunes, 12 de marzo de 2012

ALDEA




Llovía desde temprano. En los pueblos, a veces, llueve todo el día. Y es triste ver caer la lluvia. Hay seres que sufren cuando llueve. El alma entera se les llena de congojas. Mucha gente, oyendo llover, desde sus lechos, por la mañana, piensa con visible amargura:
- ¡Hoy, quizás, no habrá de escampar!
Otras gentes, por el contrario, se quedan entre sus mantas, escuchando el agua que baja por los tubos de latón, la que se queda quieta en el jardín, la que corre por las calles o la que canta, levemente, en las ramas de los árboles.
La lluvia cae, en la tarde, como si la noche fuera a convertirse en un mar tormentoso. Durante todo el día, en el pueblo, no ha querido escampar un solo minuto. ¡Llueve!
Ramón Miranda, que lleva dos semanas justas de vivir en la aldea, oye, desde un aposento, caer la lluvia. Ya es noche total. Miranda no tiene sueño. Para él, como resulta natural, es mejor oír llover que dormir. Dormido, acaso, podría soñar hermosos sueños. Contemplar, desde su mundo de fantasía, un viejo castillo con almenas y puentes levadizos, un mar con madréporas y dársenas azules, un bosque bajo las llamas de un incendio, una ciudad con casas de piedra, un camino en la montaña, una mujer joven o un elefante grande, paciente, lento, en cuyo lomo se pudiera viajar por los caminos de una selva africana. Podría soñar muchas cosas. Tener plácidas visiones. Ser, por unos minutos, muy feliz y olvidarse de los cerdos y los asnos, el automóvil de la prima, las infamias del hermano, la roña del cuñado y la pata corta, baldada, torcida del tío. Podría olvidarse del odio y ser, tras una fuga de matices, de sonidos, de imágenes y de formas raras, otra vez, dichoso. Pero resulta que no tenía sueño.
Sí. Ramón Miranda no tenía, en realidad, sueño.
Se levantó, como estaba, en pijama. Fue hacia la ventana que da a la plaza de la aldea. La abrió. Llovía recio. Un viento frío, de páramo, entró a su aposento. La calle estaba desierta. Dormida bajo el agua. Lejos se escuchaba, crecido, el río. Se alcanzaban a distinguir, por entre la noche, los árboles de la pequeña avenida. Envueltos en sombras parecían más grises, más callados, más semejantes a viejos fantasmas de pueblo.
Hermosa, para Miranda, la lluvia. Hermoso, también, el silencio de la aldea. Todo, en efecto, estaba dormido, quieto, como si nunca hubiera tenido movimiento, vida armoniosa, actividad, sangre y calor. Apenas, por todas partes, se oía llover. El viento, que silbaba con pausados acentos, no alcanzaba a interrumpir el silencio. Ni la lluvia recia tampoco. Otras noches, en cambio, el aguacero, el mismo viento, los relámpagos, los truenos, el río crecido y los ruidos extraños, sordos, solían llenar, todas las cosas, de miedo y de lúgubres presagios. Nadie podía gozar escuchando, desde su cama, la tormenta.
Ramón Miranda oía llover. Y no tenía sueño. Ahora estaba en la ventana. Y miraba la calle sola, fría, poblada, como un cementerio, de grave silencio. Era, para él, muy grato sentirse solo ante la lluvia. ¡Ante la soledad de la noche!
Por unos instantes pensó en Simbad el marino. Después recordó del naufragio de Robinson Crusoe. ¡Cómo se le parecían, en el fondo de la tragedia y de las aventuras, estos dos héroes de novela! Por Simbad, Miranda sentía, desde la infancia, mayor admiración que por Robinson. Sus siete viajes por los mares estaban llenos de emoción, de ardientes peligros, de audaces travesías y de complicados combates con las olas y los tiburones, los piratas y los mercaderes sin entrañas, sin patria, sin Dios y sin ley. Pensó en Simbad:
- El mar resultaba poca cosa para mi amigo Simbad. Sus naves iban a todas partes. Los hombres temían su puñal, y su alfanje. Las mujeres lo amaban con locura. Simbad no se parece, en nada, al viejo Robinson.
Miró hacia las colinas cubiertas de lluvia. Casi no se distinguían entre la densa noche. Los árboles eran como muertos o como lánguidos fantasmas, arropados en neblina. Miró hacia la torre de la iglesia. No se veía el reloj. ¡Pero debían, si acaso, ser las diez de la noche!
- Las diez de la noche. Y la lluvia era la misma. Mañana, tal vez, tendrá que dejar de llover. ¡Escampará!
Las diez de la noche, Miranda volvió a su lecho después de haber cerrado la ventana. Sirvió agua con azúcar. Le agregó unas cuantas gotas aromáticas. Bebió, poco a poco, todo el contenido del vaso. ¡Sabrosa el agua de azúcar con gotas aromáticas! No hacía, ya, mucho frío. Pero Ramón tenía sed. Por la mañana, en la oficina, también había sentido mucha sed. Y hasta le había dolido la cabeza. El médico le dijo que le mandaría remedios para ese dolor de cabeza. Miranda, desde años atrás, sufría fuertes dolores de cabeza.
Se estiró en su lecho. Las mantas estaban tibias. Conservaban, aún, un resto del perfume acostumbrado por Irene. La almohada trascendía al perfume de la cabellera de Irene. Las sábanas, más que las mantas y que la almohada, olían al cuerpo de Irene, a las ropas finas de Irene, a los senos breves y duros de Irene. Miranda aspiró, con placer voluptuoso, todo el residuo del perfume de Irene. Reflexionó:
- Ahora Irene debe estar en su casa. Acostada en su lecho. Soñando, quizás, con un bello viaje al mar, al puerto o al páramo. Yo le ofrecí, en verdad, llevarla al mar. Los sueños de Irene deben ser blancos y dulces como todos los sueños de los niños. Irene tiene grandes los ojos y ardientes los labios, Irene...
Se acostó. No tenía sueño. Pero se acostó. Se echó las mantas encima. Muy limpio su lecho de hotel. El aposento, realmente, también era limpio. Era el mejor del establecimiento. Allí había estado, durante ocho días, Irene. Un recuerdo amoroso vagaba en torno a todas las cosas del aposento. Era el recuerdo adorado de los besos, las caricias y las palabras de Irene. Un recuerdo suave. Ahora, en la ciudad, en su casa, Irene soñaría. ¿En qué soñaría Irene?
¿En qué soñaría Irene? Y Ramón se durmió. Afuera, en la calle, en la plaza, en los huertos domésticos, en los jardincillos y en los árboles de la pequeña avenida, seguía cayendo, con insistencia, la lluvia. Miranda se durmió.

II

A las tres de la mañana Miranda se despertó. Había soñado, al fin, con los cerdos. Eran muchos. Uno de ellos, negro y furioso, era el que más lo perseguía. Iba de una parte a otra con los colmillos manchados de sangre. Parecía un hombre. Pero era, en el sueño, un cerdo. Nada más que un cerdo. A veces, varios de aquellos cerdos se reunían en torno al cerdo negro. Corrían de un sitio a otro. Sudaban. Despedían malos olores. Se revolcaban en el lodo. Gruñían, minuto a minuto, mostrando, con más furia, sus colmillos. Había colmillos viejos, ahumados, podridos, sucios. No descansaban en la persecución. Uno de ellos, el que más se parecía a un hombre, al gruñir con toda la fuerza que pudo, asustó a Ramón. Los cerdos, uno a uno, se habían marchado. El cerdo negro fue el último en marcharse. Olía mal. La trompa, ante todo, le despedía un olor agrio, pestilente, raro. Miranda despertó.

III

Los sueños, casi todos, pensó Miranda, son hermosos. Pero, ¿por qué habré soñado con cerdos? ¿Quiénes son, en el fondo, esos cerdos? ¿Y por qué querían devorarme? Los cerdos, en los sueños, pueden comerse cualquier cosa. Pueden comerse un hombre, un niño, una princesa, un ángel o un pavo real. Pueden devorar un campo de margaritas. Los cerdos...
Ramón encendió la luz. En la calle, a las tres de la mañana, seguía cayendo la lluvia. Se oía claramente. No era, sin embargo, muy recio el aguacero. Pero llovía, como al principio de la noche, cuando Miranda se asomó a la ventana del hotel. Llovía. Así, de seguro, tendría que amanecer en la aldea. Igual que en otros días. Entonces Ramón se quedaría en el lecho. Ir a la oficina, por entre la lluvia, sin paraguas, no dejaba de ser un tanto molesto. No iría, pues, a la oficina. Otros empleados tampoco irían a sus oficinas. Y mucha gente, las señoras por ejemplo, no se levantarían hasta muy tarde. Oirían llover desde sus camas. Es bueno, agradable, oír llover, por la mañana, desde la cama. El agua de la lluvia sabe arrullar como una amante o como música evanescente. Miranda sabía eso. Y no quería, a las tres de la madrugada, volver a dormirse. Si lo hacía acaso no tardaba en volver a soñar con los cerdos negros.

IV

Cantó, por entre las brumas de la mañana, el primer gallo. Era el alba. Miranda lo escuchó. Sonoro su clarín. Es grato oír cantar, al amanecer, los gallos. Cantan uno tras otro. Es como si se contestaran un saludo o como si se transmitieran extraños mensajes de amistad. Después del primer gallo, cantaron otros y otros. Iba creciendo la luz del día. Pero no dejaba de llover. Seguro que no habría trabajo, por la mañana, en la oficina. Y era tanto el recargo de correspondencia. Miranda se volvió, del lado derecho, en la cama. Si no amaneciera lloviendo...
Aún tuvo tiempo de pensar y recordar algunas cosas de las que más lo habían impresionado en los últimos días. Pensó en Clara Lozano. Los ojos de Clara, se dijo, son azules. El pelo es rubio y las manos delicadas. Clara, lo único que no tiene bello, es la nariz. A Ramón no le gustaba la nariz de Clara. Los senos, en cambio, son, en Clara, tan breves y provocativos... Recordó el gato del hotel. ¿A dónde estaría, a esa hora del alba, el gato del hotel? Los gatos de los hoteles debieran dormir, siempre, en una alfombra, un cojín o un cajón con ropa sucia. No deja de ser incómodo eso de que un gato duerma en el zarzo. Hace ruido y despierta la gente. Si Miranda fuera dueño de un hotel no tendría gatos. Para acabar con los ratones pondría trampas. Para eso están las trampas. Además, por la noche, cuando se oye caer una trampa de ratones, se siente cierta dulce alegría. Cualquiera dice:
- ¡Cayó un ratón en la trampa!
Ramón estaba pensando en el gato del hotel. Recordaba la primera vez que lo había visto. Era un gato pardo, grande, de ojos enigmáticos, de lomo oscuro y de orejas peludas. Un gato raro y feo. Miraba como un niño enfermo. Y lo hacía con atroz insistencia. Fijaba la mirada en cualquier cosa y así se quedaba horas y horas. Parecía estar viendo el infierno. Daba miedo contemplarlo. ¡Qué ojos los del gato del hotel! Ojos de pesadilla y de espanto. Así, igual a los ojos de ese gato, debieron haber sido los ojos de Ali-Babá o los de Tamerlán. Ojos de fuego verde. Miranda, despierto en su lecho, con la luz prendida, oyendo llover y en espera de que fuese día claro, se empeñaba en recordar los ojos del gato. Le gustaban los gatos. De muchacho, en su casa, tuvo una gata muy fecunda como todas las gatas de la tierra que llenó de gatitos las vecindades de su hogar. Ramón, en la infancia, repartía, de tiempo en tiempo, entre las amistades de la familia, los hijos de su gata. Un día, Vicente, el hermano de crianza, envenenó al pobre animal. Se acabaron los gatitos para las familias del pueblo. ¡Se acabó un trabajo de Miranda!
Al fin fue día pleno. Ramón no pensó en el gato del hotel. Se levantó. Tenía sed. Volvió a llenar el vaso de agua. Le puso azúcar. Después apuró, de un sorbo, hasta la última gota. ¡Sabrosa el agua de azúcar! Caminó hacia la ventana. Abrió un postigo. Miró hacia la calle, hacia las colinas, hacia los árboles y hacia la iglesia. Seguía lloviendo. Era, tan sólo, una leve llovizna lenta y cernida como polvo de oro y plata. Había bruma. ¡La bruma, en ocasiones, en las mañanas de aldea, es como un chal de seda que la noche hubiera tejido para cubrir la desnudez del día!



No hay comentarios:

Publicar un comentario