Ahora estoy en mi justo medio. Ahora sí estoy en un buen clima para mi espíritu. Ahora sí respiro mi propio aire de salud y de vida. Ahora sí navego por mis mares y mis ríos. Ahora sí camino por plácidos senderos en fiesta de lozanía y primavera. Ahora sí abro, al sol y al campo, al horizonte azul, todas las ventanas de mi exclusiva propiedad. Ahora yo si soy yo.

Estoy, ahora sí, en mi elemento. No sé por qué. Mas, aún es buen tiempo de empezar.

Aún es tiempo. Tiempo de aprender y tiempo de enseñar. Tiempo de sembrar -¡Oh divino Darío! Y tiempo de coger. Tiempo de ir y tiempo de venir. Tiempo de encender altas lámparas y tiempo de apagar locas hogueras. Tiempo de dar y tiempo de recibir. Aún, del mágico cántaro de la firme voluntad y del firme carácter, no se ha escapado, hacia el fracaso y la fatiga, la postrer gota de agua vencedora. Estoy, ahora sí, en mi justo medio. Ahora sí estoy en un clima propicio para la salud de mi espíritu. Voy a ensayar, como las águilas de Heráclito, el poder absoluto de mis alas.

Veremos cómo resulta hermosa la soberbia majestad de su vuelo.

lunes, 12 de marzo de 2012

ÚLTIMA NOCHE DE LOCURA





I

Estaba solo. Nunca, acaso, estuve, en mi larga vida de ocios y desdenes, de silencios y de hastíos, creo, más solo. Una bruma rebelde e intensa llenaba, esa noche, el jardín. Llenaba el huerto. Llenaba los patios, los corredores y las alcobas de mi vieja casa provinciana. Y el viento, tal vez un helado viento de invierno, contribuía, de minuto en minuto, a la confusión de las cosas y de la penumbra circundante. Era, aquella, supongo, una fría noche de lunes. Un lunes de octubre.
Solo en mi alcoba. Otras ocasiones, sin duda cuando empecé a darme exacta cuenta de mis primeros trastornos mentales, también estuve, en idénticas condiciones, y en esta misma alcoba, solo. Entonces me aburría mucho. Uno, en determinadas épocas y circunstancias de su vida, comprende, sin remedio, que vive solo en la tierra o que tiene que morir, solo, en el mundo. Y se pone triste. Es absurdo. Yo he vivido, casi siempre, muy solo. De tanto estar solo, hace años, fue que me provino el terrible mal de la locura. No de mi hábito de leer. No. Ciertas lecturas, como ciertas drogas, suelen aprovecharle más al espíritu que a la materia. A mí me ha sucedido, de continuo, eso.
Un tío mío - que se ordenó de sacerdote y que murió mala muerte de vejez y de abandono me decía, un poco profético y sarcástico, al mismo tiempo:
- Hijo: si no dejas de leer, si no te tomas un largo descanso, terminarás, a la postre, por enloquecerte.
Pobre Juan de Alfonso, el único cura que hubo entre la numerosa familia de los Grisales. ¡Murió de abandono y de vejez!
No estaba, sin embargo, por mero capricho mío, solo en mi alcoba. El médico, al despedirse, días antes, fue categórico:
- La noche del primer lunes de octubre, estábamos a mediados de septiembre, usted deberá pasarla, solo, en su alcoba. Ojalá no se lo comunique a nadie. Ni aún a Berta, su amante.

II

Al principio de la noche, como ustedes pueden suponerlo, yo tuve no sé qué extraña desconfianza o no sé qué extraño miedo. ¿Por qué, me decía, tiene que ser, esta, mi última noche de locura?
Y un miedo atroz, como de niño que se encuentra, de pronto, perdido y solo en un bosque, se apoderó de todo mi enfermizo estado de hombre para quien no habían existido, en su pueblo, en el feo y antiguo pueblo en donde nació, ni halagos, ni riquezas, ni honores, ni ventura de ninguna clase.
Era, el mío, un miedo horrible. Hondo. Y tan cargado de dura incertidumbre y de sospechosas dudas que, sin poderlo evitar, sin poder reprimirlo, me decía, en un complicado abatimiento de nervios y de rara incapacidad de dominio:
- Esta habrá de ser, para mí, acaso, mi última noche de locura. Habrá de ser, también, mi primera noche de muerto.
Y, por largos minutos, quizás por largas horas, me ponía a esperar la súbita llegada de la muerte. Me dolía, así, la cabeza. Yo he sufrido, desde mi lejana infancia, cruelísimos dolores de cabeza.

III

No sé, al fin, cómo pude dominar el miedo. Me tomé unas pastas. Me sequé el helado sudor de la frente. Estiré, hasta donde pude hacerlo, los brazos. Abrí la boca para gritar. Pero no pude gritar. Era, naturalmente, inútil que yo, en medio de mi soledad total, gritara. Me asomé a la ventana. Afuera, en la calle, la noche hervía de frío, de viento y de bruma. Había, en verdad, aquella gélida noche de primer lunes de octubre, en la aldea, mucha y muy hermosa bruma. Había, como se los dije ya, mucho viento. O no mucho: un poco de viento, nada más. No es lo mismo.
Abandoné la ventana y torné al borde de la cama en donde, por fuerza, y por mandato del médico, debía pasar, sentado, la totalidad de la noche.

IV

No sé, en forma precisa, cuánto tiempo estuve sentado al borde de mi cama. Pero no importa. El tiempo, a veces, es lo que menos importa cuando de lo que se trata es de esperar una mejoría de salud, una mujer amada, el arribo de un barco o la partida de un tren. Pude haber estado, casi inmóvil, en completo silencio, una hora. Dos. Tres. O más. La noche, ante todo, se prolongó inquietante y lúgubre.
Lo que sí recuerdo muy bien, con entera precisión, es el desfile de tácitos recuerdos. De tácitos fantasmas. Todos me hicieron inesperada compañía. Viejos recuerdos. Y viejos fantasmas de otros tiempos lejanos.
Al principio, el primer recuerdo que se hizo presente ante mi extraño estado de ánimo, fue el de Simbad el marino. Llegó, Simbad, a mi alcoba, en compañía de Cosme Grisales, un pariente mío que murió ahogado, una noche de tormenta y naufragio, en el mar del sur. ¡Pobre Cosme! ¡Y pobre Simbad! Ambos, como venidos de ultratumba, me hablaron de sus viajes, sus aventuras, sus riquezas y sus lances de amores y piraterías.
Cosme, más que Simbad, me habló de fabulosos tesoros marinos y de sumergidas minas de oro, sumergidas ciudades y sumergidos barcos de cuya oscura existencia sólo él poseía el secreto, el dominio y la clave. Simbad, oyéndolo, no sé si lo que fingía sentir era envidia o emoción. Creo que era envidia: Simbad, mi amigo Simbad, era, a diferencia del Simbad árabe, un ser malo, torpe, sensual y envidioso. Sumamente envidioso. Cosme, en cambio, no era envidioso.
Luego de Simbad y de Cosme, mi pariente trasegador de mares, llegó un verdadero ejército de mendigos, de harapientos, de enfermos, de lisiados y hasta de mujeres que se exhibían, ante mi loca estupefacción, desnudas, ebrias e indefensas. Unas de aquellas mujeres no habían rebasado, acaso, los veinte años. Otras, por el contrario, ya eran casi ancianas. Unas ancianas, por cierto, con los cabellos en perfecto desorden, trágicos los ojos, secas las bocas, caídos los senos y desdentadas las mandíbulas. Danzaban, en torno a mi lecho, como bailarinas de circo. Las jóvenes, en cambio, permanecían hieráticas, mudas y como hechas, todas ellas, de piedra o de mármol.
El último en llegar, pasada la media noche, fue el lívido esqueleto de un perro. Aullaba. Abría, al hacerlo, una boca inmensa, fétida, honda y tan cargada de agudos dientes que más que a boca a lo que se me parecía era a un túnel, tachonado de piedras blancas. Le sonaban, como esquilas trémulas, los huesos de las costillas y de la cola. De las fosas nasales le salía humo, humo azul. Humo de azufre. Infernal.
Cuando al cabo se marchó ese esqueleto viviente, cuando se apagó el acre olor a satánico azufre, se me ocurrió encender la lámpara. Entonces la encendí. La luz, una luz roja y violeta, llenó la alcoba. Su presencia, la amable presencia de dicha luz, me llenó de plácida alegría. Me sentí como acabado de salir de un fresco baño. Como recién venido de un vergel. Como joven viajero que baja de un avión, de un transatlántico o de una sucia carreta urbana. Me sentí nuevo. Sin deudas en los bancos. Sin casa hipotecada. Sin acreedores y sin la mortal pesadilla de la locura. Me sentí aliviado. Sano. Sin el más leve síntoma de enfermedad mental.

V

Al llegar a esta parte de su relato, Fausto Grisales, un hombre taciturno y huraño, hizo -para ofrecerles a sus visitantes, una copa de vino- una larga pausa. Luego, poniéndose de pies, concluyó:
- Era, en efecto, aquella, la noche del primer lunes de octubre. Al amanecer, como el médico me había recomendado soledad y entereza de ánimo, no quise levantarme hasta ya muy avanzado el crepúsculo. Dormí, así, todo el día. Una barbaridad.
Desde entonces, y de esto van corridos algunos años, yo uso este vestido negro. Uso esta corbata de lazo. Uso este sombrero de anchas alas. Uso esta larga melena. Uso este bastón y esta hermosa violeta morada en el ojal de la solapa.
Por eso, también desde aquella noche, las gentes se obstinan en llamarme poeta. Quizás tengan razón.












JOB RIEGA SU SEMILLA



I

- Todos tenemos, un día entre los días, que morir.
No se ha de salvar, de la muerte, nadie. Unos morirán primero y otros morirán después. No acabará el suplicio. No se cerrará, jamás, el último sepulcro. La tierra no se cerrará… Unos primero. Después otros. Un muerto tras otro muerto. Y una generación tras otra generación.
Dijo, Job, el hombre leproso, el idumeo leproso, eso. En seguida reflexionó, como para su propia indolencia y su propia voluntad de sufrimiento:
- Todo fruto sobraba, antes, en mis graneros. Y eran prósperos todos mis ganados. Mis tierras no tenían límites. Eran fértiles. Lo mismo mis jardines. No eran, en mis huertos, estériles las higueras. Mantenía abundancia de trigo y de cebada. Había agua clara en los viejos fosos y las cosechas de dátiles se sucedían, unas a otras, a cada año. En mi casa sobraba el pan y sobraba, también, quien lo comiese.
Job dejó de hablar. Era, en efecto, el santo de la Idumea, un hombre como todos los demás hombres de la tierra. Un hombre que había sido feliz, dichoso y justo. Sano de cuerpo y sano, muy sano, de costumbres y de espíritu. Mas, ahora, estaba convertido en una sola lepra. Una lepra terrible. Pestilente. Dolorosa y tan roja, a veces, como un lampo de sol o como la llama viva de un incendio. Luego de un largo silencio, uno de los hombres que acompañaban a Job, le dirigió la palabra:
- Es verdad, Job, que todos hemos comido el pan de vuestra mesa. Y es verdad que en vuestra casa no faltó, nunca, un lecho para el peregrino, el mendigo o el rico comerciante.
- ¡Sí, es verdad!
Y Job volvía, con sus recuerdos y sus quejas, a dirigirse a los hombres que lo acompañaban:
- Nunca estuve solo en mi casa. Nunca comí, solo, el pan de mi mesa. Siempre había peregrinos, vagabundos, mendigos, príncipes o esclavos que comían el pan de mi hogar…
- Siempre. Decía alguno de los acompañantes.
Seguía otra larga pausa. Job concluía, ya para quedarse, como todos los días, solo en su estrecha habitación:
- Todos tenemos que morir. ¡Unos morirán primero y otros morirán después!

II

Todas las tardes Job se quedaba solo en su frío estercolero. El día iba opacándose. Zumbaban, sin embargo, en torno suyo, las moscas. Cesaba, un poco, el duro sol de Idumea. Corría viento fresco. Uno que otro transeúnte, vestido con míseros harapos o con ricas túnicas de púrpura, pasaba ante Job. Algunos lo miraban. De pronto, alguien se atrevía a saludarlo con pesar o con respeto. Ese mismo respeto, sin duda, que se le profesó, en otro tiempo, cuando era rico, sano, influyente y su carne maldita no estaba llena de úlceras terribles.
- La buena paciencia sea con quien sí sabe padecer y sufrir.
- Que terminen, pronto, sus muchos dolores.
Pero Job, al contestar, lo hacía, apenas, con una leve inclinación de la cabeza.
Venía la noche. Una noche estrellada, como casi todas las de Idumea. El mundo circundante se llenaba de grandes sombras y de trágicos silencios. Lejos, en las tiendas de los idumeos, ardía el fuego crepitante de los convites nocturnos. Se escuchaban músicas de fiesta. Risas alegres. Cantos de los idumeos. Gritos de júbilo o simples murmullos de oraciones y plegarias. Se encendían remotas lámparas y las llamaradas de las últimas hogueras se extinguían, una a una, como leves fanales de invierno.
Job, sentado en el propio polvo de la tierra, se enjugaba unas lágrimas, dejaba escapar un hondo gemido y, como en otras noches, se quejaba de su soledad, de su abandono y de su triste condición de leproso. Sus quejas, empero, distaban mucho de ofender a seres divinos o a criaturas humanas:
- ¡Todos comían el pan de mi mesa!

III

Una mañana, en el mes de las siembras, Job, que había salido de su oscuro estercolero, se dedicó a vagar, apoyado en un grueso báculo de olivo, por los caminos, un tanto desiertos, a esa hora, de la Idumea. En las limpias fuentes bebió el agua cristalina. Comió uvas. Apuró vino. Mordió pedazos de pan blando. Masticó hojas tiernas. Se sentó, a la vera del sendero, en las ásperas piedras y en los troncos caídos. Pisó, con sus plantas enfermas, las débiles malezas. Cambió algunas palabras con los cabreros.
Miró el cielo azul. Se enjugó el sudor del rostro. Volvió uno y otro recodo, y, al cruzar frente a los huertos, los campos dispuestos para la siembra o los sitios en donde pacían, mansos, los ganados, se repitió, una y mil veces:
- Todos comían el pan de mi mesa.
Volvió al medio día. Un sol de cárdenos fulgores se regaba, asfixiante, por todas partes. Job, cansado de vagar y fatigado por el denso calor, se tendió, como de costumbre, sobre el agrio polvo de la tierra. Un enjambre de moscas negras cayó sobre las vivas brasas de sus úlceras. Zumbaron. Hicieron círculos diversos. Se hartaron de pus. Al fin, una a una, se perdieron, en raudo vuelo, más allá del ardiente límite del miserable cobertizo.
Pasaron unos hombres muy sucios cerca de Job. Lo miraron. Uno de ellos dijo:
- ¡Pobre viejo! Un día fue poderoso, rico y sabio. Usaba trajes hermosos de púrpura finísima. Ahora ya no es nadie
Job escuchó, sin ira, esas palabras. Levantó la cabeza. Entonces, ya sí con muestras de odio, salivó sobre ellos. Su saliva fue de ofensa. Jamás, que Job lo recordara, había intentado, antes, salivar a nadie. Ahora, al hacerlo, notó, en la vileza del acto, un placer y una alegría desconocidos. Era, en realidad, un deleite poder salivar, de ese modo, a los hombres de la Idumea. ¿Por qué no lo hizo, así, en tiempos anteriores, cuando su carne empezó a llenarse de úlceras, de lacras, de pus y de misteriosas heridas?
Job, sin duda, no acertaba a comprender la razón por la cual nunca se le ocurrió, antes, salivar a nadie. Era raro. Se dijo:
- Mi saliva puede ser una semilla. Puede ser la semilla del mal.
En seguida, mirando, de nuevo, a los tres hombres que se alejaban, se puso colérico:
- ¡Puercos malditos!
Por la noche, al apuntar los primeros racimos de estrellas idumeas, Job, que aún continuaba tendido sobre el polvo del estercolero, se durmió por espacio de largas horas. Durante el sueño estuvo viendo hermosas imágenes y hermosas tierras de fertilidad y abundancia casi desconocidas en todas las comarcas circundantes. Fue, el suyo, un complicado sueño lleno de fantasía y de sensualismo enfermizo. Nunca, lo recordó al despertar, había soñado cosa semejante. Sin embargo, primero que tornarse dichoso con el dulce recuerdo del sueño, se tornó taciturno, melancólico y como ajeno, en un todo, al ambiente de suciedad y fastidio que lo rodeaba. Su tristeza, así, fue más infinita. Reflexionó:
- ¡Todos comían el pan de mi mesa!

IV

Un sábado, Job, que avanzaba por entre la canalla idumea, sintió, de súbito, un tremendo asco por los hombres y las cosas que veía por doquier. El suyo fue un asco extraño. Todos tenían que morir, algún día, sin que faltara, a la cita final, uno solo. Pero Job sintió asco por todos. ¿Era, en realidad, la plebe por entre la cual caminaba, digna del odio y del desprecio del mísero leproso?
Todos eran, en verdad, iguales: unos tomaban mujeres en arrendamiento pasajero y otros las usufructuaban por meses y hasta por años. Unos vendían a sus hijas a torpes mercaderes. Otros se hartaban de sucias mujerzuelas venidas a menos tras una noche de lujuria o unos días de hambre. Todos se portaban como en una feria de incestos y placeres. No había gente honorable entre toda aquella multitud. Abundaban, sí, los ladrones, los detractores y los monederos falsos. Job, al mirarlos, se repetía, en el colmo del rencor:
- Puercos. ¡Mil veces puercos!
Cansado de vagar decidió sentarse en el primer sitio libre que encontró a su paso. Fue, este sitio, un viejo portal casi al despoblado y en lamentable abandono. Allí se quedó horas y horas. Pareció, por algunos momentos, más resignado al dolor de sus úlceras y a la continua molestia de las moscas que lo seguían de un lugar a otro lugar. Las barbas, en toda la semana, le habían crecido en forma alarmante. No parecía un leproso. Parecía, más bien, un profeta dispuesto a dirigirse a los gentiles. Fuera de la barba, el cabello también le había crecido a manera de sucia melena. Por unos minutos pensó en su barba:
- Las barbas pueden ocultarme, un poco, las úlceras del rostro.
Mientras estuvo descansando notó que el sol había dejado de brillar sobre las piedras y sobre las verdes copas de los olivos y los cedros. Notó, del mismo modo, que la luz había tornado más débil, y más escasa, la imagen de la tarde. Al mirar hacia el cielo vio una gran nube que cabalgaba, siniestra, sobre otra nube más negra y más siniestra. Entonces, poniéndose de pies, habló para sí:
- Es la lluvia. Ya viene la lluvia. ¡Ojalá sea, de nuevo, el diluvio...!
Apoyado en su báculo de olivo, el mismo báculo que usaba todos los días, tornó, despacio, a su casa. Por unos instantes se detuvo entre la multitud de mercaderes, de mendigos, de prostitutas, de vagabundos y de farsantes que santificaban a su antojo, la fiesta del sábado. Rencoroso, escupió sobre todos:
- Puercos inmundos. Grupo de puercos inmundos. 
¡Y siguió caminando!

V

Se levantó, muy temprano, del frío estercolero. En la noche, por una inesperada circunstancia, tal vez por excesos de cansancio o de fatiga habitual, Job había dormido mucho. Experimentó una especie de paz hasta entonces nunca otorgada a su espíritu. Miró, lleno de íntimo regocijo, la clara luz de la mañana. ¡Bella la mañana! Temblaba, toda, en las parras, en los olivos, en las espadas de los juncos, en las banderas de los plátanos, en la dura carne de las piedras y en el blanco cristal de las espumas.
Era, esa, una mañana como para ser acariciada, contra el pecho o como para ser acariciada por las manos de un hombre sano. Una mañana como para ser bebida, de un solo sorbo, con su aire perfumado y su viento fino y sutil. Job, agradecido por la presencia de tanta luz mañanera, se puso a cantar. Y cantó mucho. Al terminar su canción, una canción que era como un himno, volvió a sentir el amargo sabor de su ira:
- Todos comían el pan de mi mesa.

VI

Vinieron infinidad de gentes a ver a Job. Era la época de la gran vendimia. Una época idumea, azul, etérea, fragante y casi tan intensa como la primera época del mundo. El leproso no recordaba haber tenido, en varios años, semejante compañía. Por eso olvidó, acaso, y tan sólo durante algunos días, la amarga obsesión de su espíritu. Ya no parecía tener en cuenta lo de su mesa, su pan, su casa, su vino y las mantas tibias de su lecho. Y era como otro hombre distinto. Un hombre sano. Sin lepra.
Pasaban, ante Job, gentiles, mendigos, ancianos, jóvenes, graves mercaderes, príncipes de la ley, caminantes de largas túnicas, infelices vagabundos, libertinos ebrios de vana alegría, filósofos de pensativas miradas, músicos, conductores de ganados y mujeres de todas las categorías y de todas las edades. Era un desfile interminable. Todos querían ver a Job. Todos querían escuchar auncuando fuera una sola palabra suya. Todos querían mirarle, una a una, las úlceras enrojecidas, cárdenas, pálidas y de mil extrañas formas y tamaños. Todos querían ver a Job, el idumeo.
Uno, al parecer artista o filósofo, se acercó para decirle:
- Cuéntanos Job, una historia.
Otro, un mercader, avaro por el aspecto de su túnica, su rostro y sus barbas, se atrevió a interrogarle:
- ¿Qué hiciste, Job, todos tus camellos, tus caballos, tus bueyes y tus fabulosas riquezas?
Job, como sumido en un solo y profundo éxtasis, no intentaba dar respuestas ni tener ánimo de referir historias de ningún género. Su semblante era, sin embargo, comunicativo y sincero.
Al caer la tarde, con el postrer fulgor crepuscular, se alejó el último visitante de Job. Y de nuevo el leproso quedó solo. Su soledad fue creciendo, como un río, hasta que se convirtió, toda ella, en lúgubres rosas de sangre. Unas moscas, también las últimas moscas del día, volaron en busca de refugio. Job las miró:
- Aún no se hartan, de comer mi carne maldita, todas estas moscas de horribles cabezas, de horribles patas y de horribles alas oscuras.
Luego se durmió.

VII

Con frecuencia Job solía irse de viaje, por las aldeas y los caminos, como en busca de impresiones y de algo desconocido que pudiera disipar sus dolores y sus penas. Siempre lo había hecho. Y siempre, como era natural, lo hacía para tratar de olvidar rencores, sufrimientos, desengaños y amarguras del espíritu.
Pasó, así, por una aldea. No la conocía. Las tiendas, a lado y lado, parecían habitadas por gente rica, poderosa y ajena, por completo, a los sufrimientos, a la miseria y al hambre de la plebe. Job observó dichas gentes. Por un segundo, al recordar la ocasión en que escupió sobre los hombres que se burlaron de su lepra, sintió deseos de escupir, en el rostro, a cuantas personas, niños, hombres, ancianos, mujeres, viejas o jóvenes, pasaran junto a él. No resistió tal impulso. Era, esto, su venganza. Una forma de su venganza.
Como todavía no era tarde y hacía buen tiempo de verano, con viento y suave aire, los habitantes de la aldea estaban, aún, en las calles. Job, al primero que escupió, fue a un mercader, vestido con riquísima púrpura. Lo salivó en la cara. Fue, la suya, una saliva grande, espesa, con cierto olor a mucosa podrida. El hombre recibió la saliva sin la más leve protesta. Después, con cuanta persona que se encontró a su paso, hizo lo mismo. Obró de idéntica manera.
Una niña, rubia y hermosa, cruzó cerca al sitio en donde Job, sentado en un banco de madera, descansaba. El leproso la miró. ¡Bella! Pero no pudo contenerse. Con fuerza, con ira, como ejerciendo el derecho de la venganza, la salivó en la cara. La niña recibió, en silencio, la afrenta. Job sonrió. Ahora estaba vengado.
Un hombre, al parecer un grave filósofo, se acercó al leproso para decirle, colérico:
- Y tú, viejo leproso, ¿por qué has hecho esto? 
Job no contestó.
El filósofo tornó a decirle:
- ¿Tú, un viejo sucio, salivándole el rostro a un ángel?
Job, entonces, contestó:
- Esa no es mi saliva sino mi semilla. Es la semilla que riego, desde hace días, en tierra de la Idumea.
Un viento fresco sopló en dirección norte. Job lo contempló. Era un viento alegre y cantarino que arrastraba, en su fugaz sensualismo, millares de hojas secas.

***

Cuando Abel Montaña se despertó, aquella mañana de invierno, lo primero que hizo fue cerciorarse de que él, en realidad, no era Job ni su sueño, su largo sueño, una realidad.

Escrito el 19 de agosto de 1958.

UN HOMBRE SIN HISTORIA






                             Para Carlos Restrepo Pedrahita


Cada día que pasa estoy más pobre. Y más viejo. Pero me consuela el saber, también, que me encuentro más cerca de la tumba. Vivo, desde hace tiempo, en esta pensión modesta en donde todos los comensales e inquilinos son, de igual modo, sumamente pobres. Hay algunos tan viejos como yo. A veces, después de la comida, solemos entretenernos dialogando, refiriendo historias sin importancia o averiguando, cada cual a su manera, por pequeños detalles personales:
- Usted revela más edad de la que tiene.
- Eso me dicen.
- No. Usted no es tan viejo como aparenta.
- ¿Sesenta años, acaso?
- Eso debe tener por un solo lado.
- ¡Exageramos!
- ¿Qué años, entonces, me calculan?
- Sesenta. O un poco más.

***

Una hora después de pasada la comida, el humilde comedor se queda, apenas, con dos o tres comensales. Los otros se marchan a la calle, a sus habitaciones o se van a una espaciosa sala en donde acostumbran continuar contando historias o inquiriendo sobre noticias políticas llegadas de la capital o de cualquier otra parte del mundo. Algunos fuman pipa. Otros, los menos, miran un periódico o escuchan, tan sólo, los razonamientos de los demás.
Yo siempre me quedo en el comedor. No me gusta oír hablar de política. Tampoco me interesa saber nada de lo que ocurre o deja de ocurrir en países extraños. De joven, tal vez en una ocasión, tomé parte en un movimiento de carácter político. Fue algo así como en unas elecciones para cabildantes en el remoto pueblo donde nací. Aquello no tuvo ninguna importancia. Un hecho ridículo. Como otros hechos acaecidos en aquel brumoso lugarejo casi perdido, hoy, en mi memoria.
¡Resulté electo concejal! Recuerdo que todo eso, y una fiesta que nos hicieron a mí y a mis colegas, me pareció aburridor y estúpido. Yo era, en el cabildo, el más ilustrado de los concejales. Algunos sabían leer, con mucha dificultad, una que otra palabra en manuscrito. Los demás eran gentes lerdas cuya buena voluntad siempre estaba lista para el sacrificio, la bondad y el trabajo resignado.
Todo aquello, se lo repito a usted, era, para mí, ridículo y hasta un poco alejado de mi natural espíritu contemplativo y sensible. Yo, que se diga, no nací para ser concejal, maestro de escuela, juez o perito en avalúos y querellas de alcancía.


***

¿Cree usted que fuera de aquella ocasión, yo volví a ser concejal en mi pueblo?
- ¡No creo!
Yo me envilecí, demasiado, cuando desempeñé el cargo de cabildante. Un sujeto, de apellido Vallejo o algo así muy semejante contribuyó, con suma largueza, a mi envilecimiento. Figúrese usted que Vallejo un hombre ridículo y sumamente vil me obligó, por una circunstancia cualquiera, a sostener, durante largas noches de sesiones acaloradas y violentas, erradas tesis que a mí, en el fondo de mi fuero, ni me interesaban ni me parecían lógicas. Vallejo, se lo aseguro, era un hombre ridículo y vil. ¡Y eso que tenía una memoria excelente!
¡Nunca me sentí orgulloso de haber sido concejal! En mi pueblo, aquel remoto pueblo de neblinas y de brumas que tiene un feo nombre de planta venenosa, cualquier pobre ciudadano podía ser, por ese tiempo y debe serlo aún, concejal. No era, en efecto, mucha gracia ir a un concejo. Recuerdo que hubo concejales que ni siquiera sabían escribir. Eran gentes humildes, herreros, albañiles, carpinteros y dueños de pequeños comercios de drogas o de comestibles. Gente común.
Vallejo era de lo principal en el cabildo. Ostentaba, con cierto orgullo y con cierta vanidad, un título de abogado. Yo, al doctor, en Vallejo, no lo respeté nunca. En cambio su hermosa memoria sí me llenaba de sorpresa y de asombro. No creí, jamás, en su inteligencia. Todavía veo, en la distancia y en la opacidad de los años, su cara de mona vieja. ¡Qué cara la de Vallejo!
Todo esto que le estoy contando a usted no tiene, en forma alguna, el carácter de autobiografía. Usted sabe que yo soy un hombre sin historia. Además, si tuviera alguna bella historia, esté usted seguro que no se la contaría. ¿Para qué?
- Sí. ¿Para qué?


***

Hay una época, en mi vida, sumamente complicada y oscura. No quisiera tener que reconstruir un solo detalle o una sola escena de toda aquella amarga etapa de mi existencia. Sin embargo, le contaré, para que usted juzgue mi caso concreto, algunos breves episodios que no tienen, sin duda, mayor mérito. Verá usted:
Antes de ser concejal, y después de ser concejal, a mí me gustaba, y me gusta todavía, tocar el tambor. Yo soy tamborero. Lo he sido siempre. En mi pueblo, que se diga, no hubo, en muchos años, más que dos tamboreros: Pedro Buriticá y yo. Claro que otra clase de músicos, hombres que tocaran otros instrumentos, también los hubo. No es, el arte de tocar tambor, algo para lo cual se requiera mucha inteligencia o mucha destreza. ¡No!
- ¿Es sencillo tocar tambor? 
- Sí. Es muy sencillo. 
- ¿Pero cansa?
Cansa mucho si uno mismo tiene que cargar dicho instrumento. Si hay quién lo lleve, no.
Yo, en mi caso, tenía que llevar, colgado al cuello y sobre la parte inferior del abdomen, mi .propio tambor. Me cansaba, de seguro. Cualquiera se cansa. Es natural.
En aquel tiempo yo tenía un buen espíritu aventurero y romántico. Me gustaba, y aún me gusta, conocer ciudades, puertos y costumbres extrañas. Viajaba cada vez que podía hacerlo. Iba de un sitio a otro por el sólo hecho de mirar un río, un parque, un bosque o cualquier otra cosa sin mayor importancia. Una fábrica, por ejemplo.

***

Hago una pausa para decirle a usted que yo he amado, toda mi vida, los árboles. Entre un árbol viejo, lleno de hermosas leyendas, y un árbol joven, sin ninguna suerte de historias, no he sabido, jamás, a cuál de ellos preferir. Sin embargo, por los árboles viejos y tristes de mi comarca, los que oían llegar, de lejanos confines, el dulce viento de la tarde, sentí, y sigo sintiéndolo, una rara compasión sentimental.
- ¿Los árboles viejos?
- Sí. Exactamente: ¡los árboles viejos!
Por ese espíritu aventurero de que acabo de hablarle, llegué, un día, a ser empleado en un circo. Me contrataron para tocar el tambor. Recuerdo la miseria de aquel circo y de su pobre conjunto. Una mínima tropa compuesta por el payaso, unos trapecistas y dos o tres muchachas que, fuera de exhibir las piernas, no tenían otra obligación distinta a la de ejecutar fáciles números de equilibrio o sencillos volatines en el trapecio. Casi nada. ¡Eran, de seguro, bonitas las muchachas!
Yo tocaba mi tambor durante la función nocturna. Lo mismo por la tarde en una especie de anuncio que se hacía, por las calles, en asocio del payaso, los trapecistas del circo y una sola de las mujeres.
Nada de todo aquello me cansaba o aburría. Íbamos, de pueblo en pueblo, con nuestra carpa, la mica y una común esperanza de encontrar, de pronto, plazas mejores para las muchas necesidades económicas del circo. En poco tiempo me hice baquiano para ayudar a quitar y poner la carpa. Me familiaricé con todo el personal del circo. ¡Creo que hasta llegué a enamorarme de una de las muchachas! Esto, como usted lo comprende, era, apenas, natural.
Una cosa me llenaba de impaciencia y de ira en las noches de función. El payaso me daba órdenes. Cuando salía a ejecutar alguno de sus actos, haciendo callar el resto del personal de la banda, me decía, como con marcada intención de humillarme:
- ¡Oiga, maestro, el del tambor, toque usted algo alegre para un hombre triste!
La gente se reía. Yo, sin demora, tocaba, solo, mi tambor.
Conocí muchos pueblos y muchos caminos. Nunca pasé de ser un humilde tamborero. En el circo no me necesitaban para más. Ni yo me creía útil para nada distinto.
- ¿Ni siquiera para tocar una trompeta? 
- Ni trompeta ni clarinete.
Una noche, a la madrugada, se nos incendió el circo. No hubo manera de apagar el fuego. Cuando amaneció, el circo ya no existía. El propietario, en el colmo de la desesperación y de la ruina, se suicidó. El payaso y los equilibristas se fueron en busca de otro circo. Las muchachas tomaron cualquier camino y yo salí, sin rumbo, hacia cualquier parte del mundo.
Sin saber cómo, llegué a esta ciudad y a esta pensión. Aquí he vivido mi propia vida. Soy solo. Carezco de amor propio o de ambiciones personales. No pertenezco a ningún partido político. Fuera de mi pasión por la libertad, no tengo ninguna otra pasión. No creo en la justicia pero vivo feliz de no haber vuelto, jamás, a ser concejal en mi pueblo, ni a vivir en su ambiente de odios y de miserias.
- ¿No volvió, en verdad, a su pueblo?
- ¿A qué tenía que volver, yo, a mi pueblo?

***

Y, ahora, como se hace tarde, y como usted ya conoce mi vida, le ruego no intentar ofrecerme, mientras permanezca en esta pensión para hombres pobres y viejos, ayuda de ninguna clase. ¡No la necesito!
¿Para qué?

EVA




A las ocho en punto sonó, en la escuela, la campana. Las niñas se quedaron, quietas, en los sitios en donde estaban jugando. Eran uno o dos centenares de jovencitas rubias, morenas, blancas, de once, de doce, de trece, de nueve y hasta de siete años. El patio, grande y limpio, estaba cercado con murallas de ladrillo. En las seis aulas se enseñaba desde el primero al quinto curso de primaria. La campana impuso silencio. Y eran las ocho en punto. En la noche, en el barrio Versalles, como en el resto de la ciudad, había llovido. Era el mes de octubre.
Una de las niñas habló junto a un grupo de chiquillas inquietas. La maestra de la disciplina dijo:
- Niña Raquel Vélez, no hable ni se mueva de su puesto. Y las otras niñas que están con ella, no conversen ni se muevan. ¿No oyeron la orden de hacer silencio?
De nuevo volvió a sonar la campana del establecimiento. Sonó una, dos, tres veces. Eran los toques reglamentarios para que las alumnas hiciesen, todas, por grupos, la formación. Una quinta campanada indicó quietud y mayor atención en las filas. Sonó, por quinta vez, la campana. Y las niñas, ya formadas en rigurosa estatura, cada una en el lugar correspondiente, se quedaron, con los brazos cruzados sobre el pecho, quietas y en completo silencio. La maestra continuó:
- Cuando suena la campana, niñas, es para que todas se queden quietas en los sitios en donde estén. La orden es general. Para las pobres y las ricas, las blancas y las negras, las grandes y las pequeñas. Todas deben obedecer. De lo contrario se acaba, aquí, la disciplina. Usted, Raquel Vélez, no oyó, ahora, la campana. Ojalá y otro día la oiga. A mí no me gusta castigar a ninguna niña. Por eso es por lo que les ruego, muy encarecidamente, no desobedecer las órdenes que se dan. Así, de esa manera, nos evitan dolores de cabeza y se evitan ustedes el tener que ser castigadas con un punto malo en los cuadros trimestrales de calificación.
Creo, terminó la maestra, que me han entendido. Y espero, para mañana martes, mejor obediencia por parte de Raquel Vélez y de sus cinco amiguitas.
Cuando la maestra terminó de hacer las observaciones de la mañana y de reclamar mejor cumplimiento y mejor puntualidad en la asistencia a la hora de la formación, el día, en el barrio Versalles, era, casi, de verano puro. En verdad que durante la noche había llovido muy recio, pero el cielo, las cordilleras, las colinas y los valles circundantes estaban, desde el alba, luminosos y azules. El sol, un sol picante y rubio, llenaba de regocijo la ciudad, los jardines, los huertos distantes, los caminos lejanos y las montañas remotas. Era un sol como del mes de agosto. Y cantaban, en los árboles, los pájaros. Trascendía un perfume sutil. Era, el aire, de menta y por las altas chimeneas de las fábricas salían, hacia el espacio limpio, bombas de humo negro, denso, tenaz como si se escapasen, más bien, de los sacrificios de Caín. Un humo que olía, de seguro, mal.
El sol era de oro y la mañana era de miel. Luego de haber rezado algunas oraciones y de haber cantado algunos himnos el alumnado recibió orden de seguir a los respectivos salones.
Pronto el patio de la escuela quedó solo. Callado. El sol, entonces, regó millares de monedas de plata, de zafir y de esmeralda en cada uno de los sitios en donde antes hubo una niña. El sol era, igualmente, de menta y de rosa. Nada importaba, para ello, que en la noche hubiese llovido y que, acaso, al llegar la tarde volviese a llover. En octubre, por lo general, llueve, de continuo, en el mundo entero. Lo mismo en noviembre. Los árboles, por estos dos meses, son grises, melancólicos y envueltos en neblinas como los fantasmas de un brumoso cuento escandinavo. Y los pájaros no cantan.

II
Las alumnas de año tercero entraron a su salón. Claudia Vera, la maestra, después de haber limpiado su pupitre, de haber ordenado unos papeles y de haber apartado, un poco, el florero, sacó el libro de asistencia diaria, mandó que las niñas se sentaran en sus bancos y empezó a correr lista:
Arango Elena. 
Arias Margarita. 
Botero Ana.
Cardona Pastora.
Díaz Irene.
Echeverri Irma.
Franco Inés.
García Eva...
Una veintena de niñas. Al terminar se dirigió a todas las alumnas para darles una indicación cualquiera. Las niñas obedecieron. El salón era amplio, ventilado, con ventanas metálicas hacia la calle, con cuadros alegóricos en las paredes y, ante todo, con mucha luz. Luz por la derecha. Luz por la izquierda. Luz clara, hermosa, fresca y saludable como el mismo aire que llenaba, a esa hora de la mañana, el aula de estudios. Dirigiéndose a una de las alumnas la señorita Claudina Vera, calmada y lentamente, dijo:
- Eva García: tome sus cuadernos, sus libros y sus lápices y váyase de la escuela.
Nada más. Esas palabras fueron suficientes. La niña se sorprendió. Era una muchachita pálida, casi trigueña, con los cabellos lacios caídos sobre los hombros, con los ojos grandes, expresivos, con la boca pequeña, de dientes finos, con los senos en botón, como dos pitahayas verdes y con las mejillas un tanto lívidas por el frío invernal. Eva había ido descalza a la escuela. Y vestía un trajecillo de tela color crema. Llevaba, en el cuello, una ligera cadena de fabricación ordinaria. Eva tendría, si mucho, trece o catorce años de edad.
La muchacha tomó sus libros, sus cuadernos y sus lápices. Los empacó en su maletín, le dijo algo a una de sus compañeras y salió del salón. Afuera, en el amplio patio escolar, había abundante sol de oro, nuevo, vivo, alegre y hermoso como debe ser, siempre, el sol de los patios de todas las escuelas del mundo. Eva salió a la calle. La calle también estaba llena de sol. Había sol en todos los sitios y para todas las criaturas de la tierra.
Claudina Vera, al mandar a una de las alumnas que cerrase la puerta, volvió a dirigirse a su grupo para notificarle en tono severo:
¡Ninguna niña debe preguntarme por qué despaché a Eva García de la escuela!
En seguida dio principio a su clase explicando una sencilla lección en la cual se hablaba de cómo Josué, luego de la muerte de Moisés, se hizo cargo del pueblo israelita y de la ocupación de la tierra prometida. Al terminar la clase, ya transcurrida la segunda hora de estudio, cuando cada una de las niñas de año tercero había dado su tarea de castellano y de historia sagrada, sonó la campana para anunciar el recreo. La maestra se quedó en el salón y las alumnas, en grupos de dos y tres, salieron al patio. Ya estaba jugando el personal de las otras agrupaciones de la escuela.

III

Durante las dos horas de estudio ninguna de las compañeras de Eva García pronunció una sola palabra. Al ser despedida por la señorita, todas se quedaron sorprendidas, sin alcanzar a imaginarse cuál había sido el motivo para que se le expulsara del establecimiento. Al Eva retirarse, todas la miraron como tratando de indagar la razón por la cual se le despedía, en esa forma, de la escuela. Luego se miraron unas a otras: Elena Arango miró a Leonor Ruiz, Ana Botero miró a Irene Díaz, Irma Echeverri miró a Inés Franco y Rosana Palacio miró a Pastora Cardona, la niña más crecida de toda la agrupación.
En el patio, cada niña de año tercero, en pequeños corrillos, se fue preguntando llena de sorpresa y de curiosidad:
- ¿Por qué echarían a Eva García?
- ¿Por qué echarían a Eva García?
- ¿Por qué echarían a Eva García?
- ¿Por qué echarían a Eva García?
A las diez exactas volvió a sonar la campana. El personal de la escuela, como lo había hecho por la mañana, a las ocho, se quedó, en su puesto, quieto y con la boca cerrada. La profesora de la disciplina dio las órdenes de rigor y dispuso la entrada, por grupos, a los salones de estudio. En año tercero la señorita Claudina Vera debía dictar una clase de ciencias naturales. Empezó hablando de la vida y las costumbres de los peces de mar. Para ello dibujó, en el tablero, esqueletos de peces marinos, huevos de caimán, agallas de tiburones y escamas y huesos de peces pertenecientes a las más raras familias imaginables. A las once terminó la clase. Las alumnas se marcharon, como todos los días, en busca del almuerzo.

IV

Eva no quiso volver a su casa. En toda la mañana, mientras discurría, sin rumbo, por las calles de la ciudad, mientras miraba las casas, las tiendas, los almacenes, los carros que pasaban, las gentes, los árboles de la avenida, los niños y las niñas que caminaban felices, los soldados y las altas chimeneas de las fábricas urbanas, iba pensando, en su mundo interior, mil cosas contradictorias, oscuras e indescifrables para sus trece años de edad:
 - ¿Quién, se decía, pudo contarle todo a la señorita Claudina? ¿Sería Luis? ¿Sería Ernesto? ¿Sería Ramón Villa? ¿Cuál de los tres pudo haberle contado, todo, a la señorita?
Caminaba como sonámbula. Tenía hambre. Y tenía, de igual modo, miedo. Un miedo de mujer de trece años, de niña que ha sido despedida de la escuela, de jovencita que va sola, sin rumbo determinado, por la calle, que lleva sus libros y sus cuadernos bajo el brazo y que no alcanza a comprender por qué conducto y de qué manera la maestra supo toda la historia por la cual se vio obligada a cancelarle la matrícula escolar:
- ¿Sería Luis?
- ¿Sería Ernesto? 
- ¿Sería Ramón Villa?
Llegó a un parque. Ya eran más de las tres de la tarde. El día, que en la mañana fue azul y claro, alegre y brillante, se tornó, de pronto, gris y triste, nublado y brumoso con fuertes amenazas de lluvia y con frío áspero, cortante, húmedo y persistente como si la ciudad fuese, toda ella, un gran páramo cubierto de nieve. Se sentó, angustiada, en un escaño. Volvió a pensar en la forma como la señorita Claudina pudo haber sabido su íntima historia:
- ¿Sería Luis? 
- ¿Sería Ramón Villa?
- ¿Sería Ernesto?
Un pensamiento extraño vino a complicar las íntimas cavilaciones de Eva:
Y si mi mamá llega a saberlo, ¿qué irá a decirme?
Una lluvia menuda, pertinaz y helada empezó a caer en la ciudad. Eva era, así bajo el agua llovida, como un ser absolutamente abandonado del mundo, de la suerte y de los hombres. Se diría una muñeca inútil perdida en una calle sin nombre. Se diría una pobre criatura fugitiva del amor y de la caridad. Y sin nadie en la tierra. Sola. Desesperada. Con miedo de volver a la casa, con miedo de la noche vecina, con miedo de las sombras, del pasado, del porvenir y de su pequeña historia, la oculta historia por la cual la habían despedido de la escuela del barrio Versalles.
- Y si mi mamá llega a saberlo, ¿qué irá a decirme?
Seguía cayendo la lluvia. Eva, sentada en el escaño del parque, iba sintiendo que el trajecillo se le adhería al cuerpo, que se le pegaba en las espaldas, en el pecho y en las caderas. Sentía que el agua le penetraba hasta el alma y que todo su ser se helaba, se humedecía y que de los cabellos le caían hilos de llovizna y que la tela mojada le dibujaba mejor las dos pitahayas verdes de los senos y que se ponían lívidos los brazos, los pies sin zapatos, las mejillas sin fuego y los labios cárdenos, temblorosos y hechos como de una sustancia muerta, como de ceniza o como de polvo agrio y sin vida.
Con la lluvia fue cayendo la noche. Una noche trémula. Noche polar. De helada cerrazón. Eva, que se había retirado del escaño, vagaba, ya por entre la noche inicial, por las calles casi desiertas de la ciudad. Su silueta, a lo lejos, se desvanecía, se esfumaba, se borraba como la sombra undívaga de un fantasma en un camino sin fin. Al cabo se perdió… se perdió en el reino medroso de la noche…


ALDEA




Llovía desde temprano. En los pueblos, a veces, llueve todo el día. Y es triste ver caer la lluvia. Hay seres que sufren cuando llueve. El alma entera se les llena de congojas. Mucha gente, oyendo llover, desde sus lechos, por la mañana, piensa con visible amargura:
- ¡Hoy, quizás, no habrá de escampar!
Otras gentes, por el contrario, se quedan entre sus mantas, escuchando el agua que baja por los tubos de latón, la que se queda quieta en el jardín, la que corre por las calles o la que canta, levemente, en las ramas de los árboles.
La lluvia cae, en la tarde, como si la noche fuera a convertirse en un mar tormentoso. Durante todo el día, en el pueblo, no ha querido escampar un solo minuto. ¡Llueve!
Ramón Miranda, que lleva dos semanas justas de vivir en la aldea, oye, desde un aposento, caer la lluvia. Ya es noche total. Miranda no tiene sueño. Para él, como resulta natural, es mejor oír llover que dormir. Dormido, acaso, podría soñar hermosos sueños. Contemplar, desde su mundo de fantasía, un viejo castillo con almenas y puentes levadizos, un mar con madréporas y dársenas azules, un bosque bajo las llamas de un incendio, una ciudad con casas de piedra, un camino en la montaña, una mujer joven o un elefante grande, paciente, lento, en cuyo lomo se pudiera viajar por los caminos de una selva africana. Podría soñar muchas cosas. Tener plácidas visiones. Ser, por unos minutos, muy feliz y olvidarse de los cerdos y los asnos, el automóvil de la prima, las infamias del hermano, la roña del cuñado y la pata corta, baldada, torcida del tío. Podría olvidarse del odio y ser, tras una fuga de matices, de sonidos, de imágenes y de formas raras, otra vez, dichoso. Pero resulta que no tenía sueño.
Sí. Ramón Miranda no tenía, en realidad, sueño.
Se levantó, como estaba, en pijama. Fue hacia la ventana que da a la plaza de la aldea. La abrió. Llovía recio. Un viento frío, de páramo, entró a su aposento. La calle estaba desierta. Dormida bajo el agua. Lejos se escuchaba, crecido, el río. Se alcanzaban a distinguir, por entre la noche, los árboles de la pequeña avenida. Envueltos en sombras parecían más grises, más callados, más semejantes a viejos fantasmas de pueblo.
Hermosa, para Miranda, la lluvia. Hermoso, también, el silencio de la aldea. Todo, en efecto, estaba dormido, quieto, como si nunca hubiera tenido movimiento, vida armoniosa, actividad, sangre y calor. Apenas, por todas partes, se oía llover. El viento, que silbaba con pausados acentos, no alcanzaba a interrumpir el silencio. Ni la lluvia recia tampoco. Otras noches, en cambio, el aguacero, el mismo viento, los relámpagos, los truenos, el río crecido y los ruidos extraños, sordos, solían llenar, todas las cosas, de miedo y de lúgubres presagios. Nadie podía gozar escuchando, desde su cama, la tormenta.
Ramón Miranda oía llover. Y no tenía sueño. Ahora estaba en la ventana. Y miraba la calle sola, fría, poblada, como un cementerio, de grave silencio. Era, para él, muy grato sentirse solo ante la lluvia. ¡Ante la soledad de la noche!
Por unos instantes pensó en Simbad el marino. Después recordó del naufragio de Robinson Crusoe. ¡Cómo se le parecían, en el fondo de la tragedia y de las aventuras, estos dos héroes de novela! Por Simbad, Miranda sentía, desde la infancia, mayor admiración que por Robinson. Sus siete viajes por los mares estaban llenos de emoción, de ardientes peligros, de audaces travesías y de complicados combates con las olas y los tiburones, los piratas y los mercaderes sin entrañas, sin patria, sin Dios y sin ley. Pensó en Simbad:
- El mar resultaba poca cosa para mi amigo Simbad. Sus naves iban a todas partes. Los hombres temían su puñal, y su alfanje. Las mujeres lo amaban con locura. Simbad no se parece, en nada, al viejo Robinson.
Miró hacia las colinas cubiertas de lluvia. Casi no se distinguían entre la densa noche. Los árboles eran como muertos o como lánguidos fantasmas, arropados en neblina. Miró hacia la torre de la iglesia. No se veía el reloj. ¡Pero debían, si acaso, ser las diez de la noche!
- Las diez de la noche. Y la lluvia era la misma. Mañana, tal vez, tendrá que dejar de llover. ¡Escampará!
Las diez de la noche, Miranda volvió a su lecho después de haber cerrado la ventana. Sirvió agua con azúcar. Le agregó unas cuantas gotas aromáticas. Bebió, poco a poco, todo el contenido del vaso. ¡Sabrosa el agua de azúcar con gotas aromáticas! No hacía, ya, mucho frío. Pero Ramón tenía sed. Por la mañana, en la oficina, también había sentido mucha sed. Y hasta le había dolido la cabeza. El médico le dijo que le mandaría remedios para ese dolor de cabeza. Miranda, desde años atrás, sufría fuertes dolores de cabeza.
Se estiró en su lecho. Las mantas estaban tibias. Conservaban, aún, un resto del perfume acostumbrado por Irene. La almohada trascendía al perfume de la cabellera de Irene. Las sábanas, más que las mantas y que la almohada, olían al cuerpo de Irene, a las ropas finas de Irene, a los senos breves y duros de Irene. Miranda aspiró, con placer voluptuoso, todo el residuo del perfume de Irene. Reflexionó:
- Ahora Irene debe estar en su casa. Acostada en su lecho. Soñando, quizás, con un bello viaje al mar, al puerto o al páramo. Yo le ofrecí, en verdad, llevarla al mar. Los sueños de Irene deben ser blancos y dulces como todos los sueños de los niños. Irene tiene grandes los ojos y ardientes los labios, Irene...
Se acostó. No tenía sueño. Pero se acostó. Se echó las mantas encima. Muy limpio su lecho de hotel. El aposento, realmente, también era limpio. Era el mejor del establecimiento. Allí había estado, durante ocho días, Irene. Un recuerdo amoroso vagaba en torno a todas las cosas del aposento. Era el recuerdo adorado de los besos, las caricias y las palabras de Irene. Un recuerdo suave. Ahora, en la ciudad, en su casa, Irene soñaría. ¿En qué soñaría Irene?
¿En qué soñaría Irene? Y Ramón se durmió. Afuera, en la calle, en la plaza, en los huertos domésticos, en los jardincillos y en los árboles de la pequeña avenida, seguía cayendo, con insistencia, la lluvia. Miranda se durmió.

II

A las tres de la mañana Miranda se despertó. Había soñado, al fin, con los cerdos. Eran muchos. Uno de ellos, negro y furioso, era el que más lo perseguía. Iba de una parte a otra con los colmillos manchados de sangre. Parecía un hombre. Pero era, en el sueño, un cerdo. Nada más que un cerdo. A veces, varios de aquellos cerdos se reunían en torno al cerdo negro. Corrían de un sitio a otro. Sudaban. Despedían malos olores. Se revolcaban en el lodo. Gruñían, minuto a minuto, mostrando, con más furia, sus colmillos. Había colmillos viejos, ahumados, podridos, sucios. No descansaban en la persecución. Uno de ellos, el que más se parecía a un hombre, al gruñir con toda la fuerza que pudo, asustó a Ramón. Los cerdos, uno a uno, se habían marchado. El cerdo negro fue el último en marcharse. Olía mal. La trompa, ante todo, le despedía un olor agrio, pestilente, raro. Miranda despertó.

III

Los sueños, casi todos, pensó Miranda, son hermosos. Pero, ¿por qué habré soñado con cerdos? ¿Quiénes son, en el fondo, esos cerdos? ¿Y por qué querían devorarme? Los cerdos, en los sueños, pueden comerse cualquier cosa. Pueden comerse un hombre, un niño, una princesa, un ángel o un pavo real. Pueden devorar un campo de margaritas. Los cerdos...
Ramón encendió la luz. En la calle, a las tres de la mañana, seguía cayendo la lluvia. Se oía claramente. No era, sin embargo, muy recio el aguacero. Pero llovía, como al principio de la noche, cuando Miranda se asomó a la ventana del hotel. Llovía. Así, de seguro, tendría que amanecer en la aldea. Igual que en otros días. Entonces Ramón se quedaría en el lecho. Ir a la oficina, por entre la lluvia, sin paraguas, no dejaba de ser un tanto molesto. No iría, pues, a la oficina. Otros empleados tampoco irían a sus oficinas. Y mucha gente, las señoras por ejemplo, no se levantarían hasta muy tarde. Oirían llover desde sus camas. Es bueno, agradable, oír llover, por la mañana, desde la cama. El agua de la lluvia sabe arrullar como una amante o como música evanescente. Miranda sabía eso. Y no quería, a las tres de la madrugada, volver a dormirse. Si lo hacía acaso no tardaba en volver a soñar con los cerdos negros.

IV

Cantó, por entre las brumas de la mañana, el primer gallo. Era el alba. Miranda lo escuchó. Sonoro su clarín. Es grato oír cantar, al amanecer, los gallos. Cantan uno tras otro. Es como si se contestaran un saludo o como si se transmitieran extraños mensajes de amistad. Después del primer gallo, cantaron otros y otros. Iba creciendo la luz del día. Pero no dejaba de llover. Seguro que no habría trabajo, por la mañana, en la oficina. Y era tanto el recargo de correspondencia. Miranda se volvió, del lado derecho, en la cama. Si no amaneciera lloviendo...
Aún tuvo tiempo de pensar y recordar algunas cosas de las que más lo habían impresionado en los últimos días. Pensó en Clara Lozano. Los ojos de Clara, se dijo, son azules. El pelo es rubio y las manos delicadas. Clara, lo único que no tiene bello, es la nariz. A Ramón no le gustaba la nariz de Clara. Los senos, en cambio, son, en Clara, tan breves y provocativos... Recordó el gato del hotel. ¿A dónde estaría, a esa hora del alba, el gato del hotel? Los gatos de los hoteles debieran dormir, siempre, en una alfombra, un cojín o un cajón con ropa sucia. No deja de ser incómodo eso de que un gato duerma en el zarzo. Hace ruido y despierta la gente. Si Miranda fuera dueño de un hotel no tendría gatos. Para acabar con los ratones pondría trampas. Para eso están las trampas. Además, por la noche, cuando se oye caer una trampa de ratones, se siente cierta dulce alegría. Cualquiera dice:
- ¡Cayó un ratón en la trampa!
Ramón estaba pensando en el gato del hotel. Recordaba la primera vez que lo había visto. Era un gato pardo, grande, de ojos enigmáticos, de lomo oscuro y de orejas peludas. Un gato raro y feo. Miraba como un niño enfermo. Y lo hacía con atroz insistencia. Fijaba la mirada en cualquier cosa y así se quedaba horas y horas. Parecía estar viendo el infierno. Daba miedo contemplarlo. ¡Qué ojos los del gato del hotel! Ojos de pesadilla y de espanto. Así, igual a los ojos de ese gato, debieron haber sido los ojos de Ali-Babá o los de Tamerlán. Ojos de fuego verde. Miranda, despierto en su lecho, con la luz prendida, oyendo llover y en espera de que fuese día claro, se empeñaba en recordar los ojos del gato. Le gustaban los gatos. De muchacho, en su casa, tuvo una gata muy fecunda como todas las gatas de la tierra que llenó de gatitos las vecindades de su hogar. Ramón, en la infancia, repartía, de tiempo en tiempo, entre las amistades de la familia, los hijos de su gata. Un día, Vicente, el hermano de crianza, envenenó al pobre animal. Se acabaron los gatitos para las familias del pueblo. ¡Se acabó un trabajo de Miranda!
Al fin fue día pleno. Ramón no pensó en el gato del hotel. Se levantó. Tenía sed. Volvió a llenar el vaso de agua. Le puso azúcar. Después apuró, de un sorbo, hasta la última gota. ¡Sabrosa el agua de azúcar! Caminó hacia la ventana. Abrió un postigo. Miró hacia la calle, hacia las colinas, hacia los árboles y hacia la iglesia. Seguía lloviendo. Era, tan sólo, una leve llovizna lenta y cernida como polvo de oro y plata. Había bruma. ¡La bruma, en ocasiones, en las mañanas de aldea, es como un chal de seda que la noche hubiera tejido para cubrir la desnudez del día!



DOSTOIEWSKY ESTÁ EN LA CIUDAD

                     

                                                               A Alberto Ángel Montoya, 
                                                              grande en la amistad,
                                                              grande en el verso 
                                                              y grande en la prosa.


Descendió del tranvía y anduvo por la calle veinte. Caminó, a paso ligero, hasta la carrera cuarta. Volvió sobre la derecha. A pocos metros llegó a su casa; una casa de familia en la cual vivían varios estudiantes y algunos empleados de comercio, en compañía de tres mujeres, dos solteras y una casada, madre de una linda criatura con quien, Hernando Pérez, uno de los estudiantes, jugaba los días de fiesta, mientras la señora iba a misa, arreglaba su discreto aposento o conversaba, en el vestíbulo, con su hermana soltera o con la señorita Teresa del Corral, “Voltaire”, como la llamaban los estudiantes.
Hizo tres llamadas con el picaporte. Abrieron el portón. Subió, casi precipitadamente, todos los peldaños de la escala. Por un angosto corredor se dirigió a su apartamento. Este era un sencillo apartamento con libros, armario de luna, dos o tres sillas, una mesita de noche y cuadros de hombres célebres en las paredes. Aquí vivía desde que abandonó aquel sórdido zaquizamí adonde lo llevó su deseo de conocer, de cerca, la verdadera miseria de la ciudad. Estaba, casi siempre, contento, sin preocuparse, mayormente, de otra cosa distinta a sus estudios, sus libros y los conciertos de la radio que escuchaba todos los domingos.
Ya en su cuarto, sentado en una de las sillas, Claudio Andrade, estuvo, por espacio de breves minutos, pensando cualquier cosa sin mucha importancia y tratando de descansar un poco.
No estaba, realmente, fatigado; pero sí respiraba más fuerte que de costumbre. Miró, con entera fijeza, el retrato de Nietzsche y la pequeña vista de la roca de Sils María. Muy vago, tuvo el recuerdo de una fecha perdida, antes, en el mundo de las fechas felices. Fue algo sin emoción. Remoto. Se puso de pies y tomó un grueso volumen de la biblioteca. Lo abrió en la página 430. Leyó algunas líneas subrayadas con tinta roja. Cerró el libro. Lo puso sobre la mesita de noche. No leería más. Quitándose el saco fue a tenderse en su cama. Cruzó las manos sobre la frente alta. Entrecerró los ojos. Así permaneció por espacio de muchos minutos, hasta cuando se levantó de pronto, agitado y nervioso.
Sintió súbito miedo al recordar, de repente, y sin ningún motivo concreto, la figura de un viejo que subió al tranvía y se sentó a su lado. Se dijo:
- Sí. Ese hombre es el mismo Dostoiewsky. Dostoiewsky resucitado aquí en esta brumosa ciudad de cielo gris, de nubes pardas y de cuatrocientos mil habitantes.
Se le hizo raro no haber notado antes, no haber advertido antes, que aquel hombre, que se sentó a su lado, era Fedor Dostoiewsky en persona. ¿Qué hacía el escritor ruso en esta ciudad? ¿Y por qué nadie se había enterado de que él estaba allí y cruzaba por las calles y subía al tranvía y se sentaba a las mesas de los cafés? ¿Por qué había resucitado Dostoiewsky aquí, en este país desconocido en Rusia?
Andrade, con el pañuelo, se secó el sudor de la frente. Sudaba a mares. Y empezaba a preocuparse con la idea de que el pobre señor del tranvía era Dostoiewsky. El mismo.
Sí. Pero, ¿no sería una equivocación, uno de tantos fenómenos que a Claudio le habían sucedido en sus veinticinco años de vida? Una ocasión, en Quito, ¿no tropezó, en la calle, con Balzac, con Honorato de Balzac? Recordaba eso y que le había dicho, al verlo:
- Y usted, maestro, ¿qué hace aquí? ¿Cuándo vino de París? ¿Qué tal le hemos parecido los indoamericanos?
Quizás. Tal vez sería el mismo fenómeno. ¿Y por qué se realizaba ahora con el autor de Los hermanos Karamassoff?
De nuevo Claudio se pasó el pañuelo por la frente. Ahora sudaba más frío. Le ardían los ojos y la boca se le ponía amarga, se le secaba, y el corazón le saltaba como un gato con hambre. Se adelantó hacia la mesita de noche. De un jarro de cristal azul vertió agua en un vaso. Tomó, para ver si se reponía. Mas no consiguió calmar la extraña agitación nerviosa que, de repente, lo embargó, al darse cuenta de que aquel hombre era Dostoiewsky. Se dijo, luego de tomar el agua:
Todo me parece muy singular. ¿Acaso Dostoiewsky no murió en Moscú el 9 de febrero de 1881, a los sesenta años de edad? Y a su entierro, ¿no asistieron, pues, algo así como treinta mil almas?
Dijo esto. Después reflexionó con mejor serenidad:
- Posiblemente, de todas las gentes que viajaban en el mismo tranvía, sólo yo me he dado cuenta de la presencia del extraño personaje que estoy confundiendo con Fedor. Es lo más razonable.
Se sentó en la cama. Había dejado de sudar frío pero las manos le temblaban febrilmente. Sus labios gruesos, sensuales, de hombre que ha besado con furia la carne de muchas mujeres, también le temblaban como en medio de una pesadilla sin término. El agua, quizá, le había hecho bien. No obstante, muy leve, la imagen del desconocido continuó viajando por el mundo interior de su cerebro.
Vino una criada:
- ¿Quiere, señor Andrade, que le traiga un poco de agua con azúcar? Está como fatigado. ¿Qué le sucede?
- No me sucede nada en absoluto. Ni tengo sed. Quiero, eso sí, que no venga usted mientras no la llame. ¿Entiende?
- Excúseme, señor Andrade.
La criada dio media vuelta y se perdió, luego, a través del corredor. Claudio continuó allí sentado como un idiota. Sin mirar nada en concreto. Sin pensar nada que pudiera sustraerlo, del todo, a la oscura idea de haber sido con Dostoiewsky con quien se encontró en el tranvía, dos horas antes.
Resuelto a cerciorarse de algo que lo sacara de la tenaz alucinación, se puso de pies y fue a buscar, entre sus numerosos volúmenes, uno, en el cual André Levinson estudia la atormentada existencia del ruso genial.
Lo abrió en la página 220. Leyó:
- “Ese hombre de estatura mediana, más bien flaco, pero ancho de espaldas, no representa sus cincuenta y dos años. Ni un hilo blanco en la barba rala, en la cabellera fina y dulce que descubre una frente muy amplia. Los ojos son pequeños y claros: todo el rostro es, a primera vista, feo y ordinario, pero era imposible olvidar sus rasgos, tan penetrados estaban de vida espiritual. Sin duda hay algo de enfermizo en esa fisonomía. El pintor ha sabido captar esa finura de epidermis, ese tinte incoloro y ceroso, esas sienes desnudas y huecas, esas arrugas profundas”.
Bastaba con esas líneas. Puso el libro de Levinson sobre el tomo grueso en que leyó al principio. Ese retrato era igual. Exacto al hombre del tranvía. Ni un pelo más ni una arruga menos. Con especialidad en la barba y en las espaldas anchas. En los ojos, era, también, en donde más se acentuaba el misterioso parecido. Cuando un hombre se parece a otro es cuando la necesidad de los nombres se nos hace más patética.
Andrade estaba ahora casi convencido de haberse encontrado con Dostoiewsky. Con serenidad reconstruía, uno a uno, ligeros detalles observados en la persona del viejo: miraba de un modo obstinado todas las cosas, como tratando de adaptarse al ambiente. Volvía los ojos de una parte a otra como si buscara un rostro conocido. A veces daba la impresión de haber visto a un amigo o un simple conocido porque su semblante se reanimaba y hasta movía, con pausada lentitud, los labios, como cuando se saluda sin deseos de saludar.
Este tal vez sí es Dostoiewsky. Pensó, mientras estuvo parado, algo enteramente ajeno a cuanto venía agitándose en su mente. Luego se repitió, ya sin un ápice de duda:
- Ese hombre es Dostoiewsky. Un Dostoiewsky resucitado entre nosotros como cualquier Lázaro de semanasanta. Y no es raro. Yo, por ejemplo, ¿no soy, acaso, Sachka Yegulev? ¿Cuántos estudiantes no habrá en el mundo que pretenden hallar en sí, o en sus compañeros una semejanza a Sachka Yegulev?
Sonrió. En muchos días atrás, no recordaba haber sonreído por ningún motivo. Ni siquiera por la estupenda actuación del “Gordo” y el “Flaco” en su última película. Tampoco por la pintura arbitraria que tenía el payaso del circo, ni por las cosas que se le ocurrían con los malabaristas y los trapecistas de la compañía.
Se sentó en una de las sillas. Reflexionó:
- Yo soy Sachka Yegulev y no Claudio Andrade. Siempre lo he sido. Sólo que las gentes no comprenden esto y, claro está, me tienen que llamar con ese nombre sin ningún interés. Me llaman así de igual manera que me llamarían Joaquín, José o Agapito. ¡Es que no entienden la importancia que hay en eso de llamarse Sachka!
Mientras permaneció sentado allí y con la idea de que él era el héroe de Andreiev, Claudio Andrade pareció tener olvidado el recuerdo del viejo del tranvía. Una imagen pareció borrar la otra. Sin embargo, es evidente que cuando una impresión se duerme en los sentidos, su despertar nos causa o una mayor tristeza o una más intensa alegría. Andrade, al caer por centésima vez en el laberinto por donde discurría fatigado, se sintió alegre y triste, a un mismo tiempo.
Si él era, realmente, Sachka, ¿por qué el hombre de la barba no era también Dostoiewsky?
Al fin, en dos horas largas, empezaba a encontrar la verdadera tranquilidad y el convencimiento de que no eran alucinaciones suyas, locuras suyas las que en esa forma lo tenían preocupado. Se sintió, entonces, satisfecho. ¡Feliz! Él era, quizá, en esos minutos, el hombre más dichoso de la tierra. Tal vez el único ser completamente dichoso del mundo. Oh, qué grato poder gritar, poder correr por un camino húmedo de lluvia, poder sentir el olor de todas las flores, el olor de todas las frutas maduras, poder jugar desnudo sobre la arena tibia de una playa de mar, poder acariciar la cabellera de una mujer y no pensar ni en la muerte, ni en el dolor, ni en el odio. ¡Poder mirar el campo libre, las nubes altas y los pájaros en los árboles…!
El deseo de no pensar en la muerte, ni en el dolor, ni en el odio, entusiasmó a Claudio hasta obligarlo a tomar un partido decisivo. Se levantó. Tomó el sombrero. Ordenó algunos libros.
Volvió a mirar el retrato de Federico y la fotografía de Sils María y, como quien tiene urgente necesidad de ver a alguien, de ser exacto en una cita, salió de su apartamento.
Al atravesar el corredor, se encontró con la señorita Teresa del Corral pero no la saludó. Siguió. Las escalas las bajó de dos en dos. Ya fuera, recorrió los pocos metros que hay hasta la calle veinte y por allí regresó a la esquina en donde antes había descendido del tranvía; donde había dejado a Dostoiewsky.
Aguardó un instante. Paró un coche. Andrade subió. Sin mirar a nadie, buscó asiento en un puesto de la izquierda. Dejó, entonces, que la máquina lo llevara a cualquier parte; a la calle setenta y cinco, a la ochenta, por ejemplo. Por allá, en ese extremo de la ciudad, se volvería a encontrar con el raro personaje.
Lentamente empezó a caer la noche. Las nubes corrían bajas. Pasaba viento fragante y las bombas del alumbrado público eran como faroles de invierno levantados a lo largo de la ancha avenida. Las gentes iban y venían por los andenes. Las sombras sumergían callados jardines y los árboles de los cerros y los parques se llenaban, todos, de un vago color de agua nocturna. ¡Pronto sería noche total!
Cruzó el tranvía por la calle cincuenta. Claudio Andrade iba ahora casi solo. Observó los ocupantes del coche: una señora anciana, un obrero de blusa gris y un señor delgado, alto, de gafas y de pelo cano a quien Andrade vio aspecto de notario o de maestro de escuela. Nada más. En la calle cincuenta y uno, paró el tranvía para bajar la señora anciana. El hombre de las gafas miró a Claudio. En seguida, cruzándose de brazos, se entretuvo mirando crecer la noche.
Entretanto la máquina rodaba, Claudio parecía no tener la más débil preocupación. Atrás había dejado la ciudad, su apartamento de estudiante, sus dos horas y media de fiebre y todas las complicadas alucinaciones que le pusieron el cerebro a punto de estallar. Atrás estaban Sachka Yegulev y Fedor Dostoiewsky. Atrás había quedado todo su absurdo mundo de pesadillas...
De pronto, el tranvía se detuvo. Bajaron el señor alto y seco y el obrero de blusa gris. Andrade no quiso moverse de su puesto. La máquina continuó su marcha. Pero, una cuadra abajo, Claudio apretó el timbre para descender. Estaba en la calle setenta y cinco. Descendió.
Al ir a ponerse en movimiento el coche, Claudio vio que de allí, de una casa pequeña, salía un hombre de mediana estatura, flaco, ancho de espaldas, de frente amplia y que, a pesar de su paso lento, subía, sin ningún embarazo, al tranvía y tomaba asiento sin dejar entrever la más leve señal de inquietud o de fatiga.
Se quedó mirando cómo se alejaba la máquina. Segundos después, se dijo:
- Ese es el mismo viejo que vi esta mañana. Ese es Dostoiewsky. Pero, en el fondo, ¿qué me importa a mí que sea o no Dostoiewsky, Fedor Dostoiewsky?
Giró sobre la derecha y se perdió, por allí, por la calle setenta y cinco, entre la noche, entre la oscura geografía del barrio desconocido...