Ahora estoy en mi justo medio. Ahora sí estoy en un buen clima para mi espíritu. Ahora sí respiro mi propio aire de salud y de vida. Ahora sí navego por mis mares y mis ríos. Ahora sí camino por plácidos senderos en fiesta de lozanía y primavera. Ahora sí abro, al sol y al campo, al horizonte azul, todas las ventanas de mi exclusiva propiedad. Ahora yo si soy yo.

Estoy, ahora sí, en mi elemento. No sé por qué. Mas, aún es buen tiempo de empezar.

Aún es tiempo. Tiempo de aprender y tiempo de enseñar. Tiempo de sembrar -¡Oh divino Darío! Y tiempo de coger. Tiempo de ir y tiempo de venir. Tiempo de encender altas lámparas y tiempo de apagar locas hogueras. Tiempo de dar y tiempo de recibir. Aún, del mágico cántaro de la firme voluntad y del firme carácter, no se ha escapado, hacia el fracaso y la fatiga, la postrer gota de agua vencedora. Estoy, ahora sí, en mi justo medio. Ahora sí estoy en un clima propicio para la salud de mi espíritu. Voy a ensayar, como las águilas de Heráclito, el poder absoluto de mis alas.

Veremos cómo resulta hermosa la soberbia majestad de su vuelo.

lunes, 12 de marzo de 2012

ODIO A ESE HOMBRE




Uno compra un cuchillo por dos razones: porque lo necesita o porque le gusta cargar esa clase de armas que solamente son propias del vulgo. Nunca lo hace por tener un adorno en la casa o porque sea un objeto de arte. Un cuchillo “tres rayas” no ha sido jamás un objeto de arte. ¡Jamás! No es ni siquiera bonito. Sin embargo, tal vez la cacha… La cacha, a veces, sí es bonita. Sobre todo los remaches con su parecido a ojos de pescado, brillantes, limpios y con un ligero color de agua. ¡Los remaches sí son bonitos! ¡Y la cacha también! Pero el resto del cuchillo…
Yo, cuando compré aquel cuchillo que usted conoció, lo hice, propiamente, por la primera razón. Y creo que hasta por la segunda. A mí me ha gustado siempre ir armado por la calle. Un hombre armado infunde mayor respeto que dos desarmados. Además es bueno sentir el frío de la cacha cerca al estómago. Sentir que la hoja le hace perder el miedo. Sentir, por ejemplo, que le dice confidencialmente:
- Tú puedes escupirle la cara a ese hombre. O, también: tú no tienes por qué permitirle a ese señor que te mire de abajo para arriba, como si fueras un fenómeno.
Me dirá que es más decente un revólver. Un “Smith & Wesson”. ¡Sí lo es! Esa es una arma propia de los caballeros. Usted sabe, y lo sabe todo el mundo, que yo soy un caballero. He procurado serlo en todo momento. Aún en los casos más difíciles a que, por motivo de mi carácter, me he visto abocado. Estará de acuerdo conmigo en que es muy difícil ser un caballero sin tacha. ¡Pero yo lo he sido! Y lo seré siempre. ¿Quién me puede impedir que lo sea? ¡Nadie! Comprendo que hay quien diga que el que lleva consigo un cuchillo “tres rayas” no es un caballero. A ese respecto, la gente puede pensar como más le guste. Como le venga en gana. Por eso no voy a dejar mi arma en la casa. No la voy a botar como una cosa inútil. ¡De ninguna manera!
- Usted tiene razón en llevar consigo el arma de que me está hablando. Pero es más elegante matar a otro de un tiro de revólver. De un balazo.
¡Sí! Solamente que el revólver no todas las veces sirve. En ocasiones falla. Existen casos en que sólo ha servido para matar a un amigo. Entre tanto, el cuchillo sí no falla nunca. Naturalmente que hay necesidad de saberlo manejar. ¡Y yo lo sé manejar! ¿No cree usted que yo sé manejar muy bien, con mucha habilidad, un cuchillo?
¡Cuchillo!
A mí me parece más propia esta palabra, más nuestra, ante todo, que la palabra puñal. Puñal le recuerda a uno a los Borgias, a los hampones, a los hombres que se dedicaron al crimen con la misma vocación con que otros se dedican a la sastrería, al comercio o al juego. Cuchillo es una palabra criolla que huele y sabe a caminos; que tiene un aire de parranda y de fonda; que le infunde al ánimo alguna matonería de macho y que guarda cierta familiaridad con el aguardiente, las hembras libres y la alegría del pueblo.
A mí me suena mejor la palabra cuchillo que la palabra puñal. Esta palabra me parece absurda. ¡Imbécil y tonta! Que otros la prefieran, la defiendan, está bien. Muy bien. ¡Yo no! Yo la detesto. Siento por ella un odio terrible. Un odio semejante al que he sentido siempre por la humanidad. ¡Por determinados hombres a quienes me gustaría ver muertos, con hambre o en la cárcel, condenados a largos años de prisión!
- Me sorprende oírlo decir que odia a la humanidad, a ciertos hombres, especialmente.
¡Yo odio! Soy, por este aspecto, un hombre malo. O casi malo. Usted comprende que no hay hombres malos del todo. Alguna virtud, alguna cualidad han de tener. ¡Alguna! Auncuando sea la honradez. ¿Será maldad odiar uno, odiar como odiaba Schopenhauer, Arturo Schopenhauer?
- No. Yo no creo que sea maldad odiar.
¿Usted conoce aquel hombre que le robó a mi padre el poco capital de que disponía para mi educación? Supongo que sí lo conoce. Hay ladrones a quienes todo el mundo conoce, no propiamente porque hayan ido a la cárcel, sino por lo contrario: porque no han ido nunca. Ese que le robó a mi padre es uno de ellos. ¡Yo lo odio! Es un miserable. ¡Cualquier día…! O no. Si no lo hice antes, ya no podré hacerlo jamás.
¿Ha sido por cobardía? Habrá quien diga que ha sido por cobardía. Pero le juro que no ha sido ni por eso, ni por miedo, ni por pesar. Yo no le tengo ni miedo ni pesar a nadie. ¿Por qué? ¿Miedo? ¿Pesar? ¡Oh, el día que a mí me dé miedo o pesar de un hombre, ese día, créamelo, me cuelgo del cuello en una viga, me dejo morir de hambre o me arrojo de una torre de la iglesia!
Una ocasión, recién que compré mi cuchillo, estuve por varios días madurando la idea de asesinar al sujeto del que le acabo de hablar. Aquí, en mi casa, sentado en esta misma silla, pensaba con serenidad:
No necesito sino de un solo golpe. ¡Pero ha de ser en el estómago! ¡Mejor en el corazón! ¡En el corazón no falla! El hombre caerá bocabajo y se desangrará inmediatamente, como un novillo degollado. Quedará con los ojos abiertos y por la boca, también abierta, habrá de salirle sangre en abundancia. Habrá de salirle una sangre espumosa que se irá cuajando en la tierra y que atraerá moscas azules. Después, cuando las autoridades hagan el levantamiento del cadáver, quizás venga un perro a comer de esa sangre convertida en cuajarones bermejos. ¡Tal vez no coma! Quizás, más bien, se orine en ella. Esto último me parece más fácil. ¡Sí, el perro se orinará en la sangre que salga por la herida y por la boca!
Un solo golpe. Una sola cuchillada. ¡Nada más! ¡Será suficiente! ¡Ah, será estrictamente suficiente! ¡Y en el corazón! De manera que se lo parta. ¡Caerá bocabajo! Le diré, antes de sacar el cuchillo para hundírselo:
- Ahora vas a darle cuenta al diablo de tus picardías en este mundo. Los ladrones como tú, debieran morir todos así.
Cuando termine de pronunciar la palabra “así”, habrá de tener el corazón cruzado. Luego, ya muerto, limpiaré el arma, le observaré minuciosamente el filo y la punta y la guardaré despacio, como se guarda un objeto demasiado frágil. Me iré después. Si es del caso, ¡me presentaré a la justicia para que me castigue!
Pensaba horas enteras. Muchas veces, al filo de la madrugada, calculaba en el cuchillo:
¡Hasta esta parte que le entre! No necesita más. Es suficiente. Pero, por supuesto, si le entra más, si le entra todo, supongamos, hay más seguridad de que muera en un segundo. ¡Sin penas! Será mejor que le entre todo, hasta donde principia la cacha. No penará. ¡Caerá bocabajo! ¡Mejor!
Repetía:
- No penará. ¡Caerá bocabajo! ¡Mejor!
Reflexionaba de esa manera. Pero no me resolvía. Al fin, una noche, luego de una larga vigilia, tomé mi sombrero, mi abrigo, encendí un cigarro y salí a la calle con la misma resolución de cumplir mi deseo. De vengarme.
Era temprano. Yo llevaba el cuchillo en la mano derecha por entre la manga del abrigo. ¡Listo! Pasaba cerca a un conocido. Me saludaba. Iba despacio. Aparentando distraerme con el movimiento de las gentes que iban, unas para sus casas y otras para los cafés o para los teatros. Estuve parado en una esquina por donde habría de pasar el hombre que yo odio. A cada instante me parecía verlo llegar. ¡Nada! No pasó por allí. Me dirigí, entonces, al sitio en donde solía reunirse con algunos amigos. Tampoco lo encontré. Me dije, casi con ira:
Soy el hombre más desgraciado de la tierra. Soy una criatura absurda a quien jamás se le ha presentado la oportunidad de demostrarle a la gente que no es cobarde. Sí. ¡Que no es cobarde!
Seguí caminando por la ciudad. ¡Seguí! Al pasar frente a un café, creí distinguirlo conversando con dos señores. Me acerqué y lo llamé:
- Necesito hablar dos palabras con usted.
El hombre se puso de pie.
- Estoy a sus órdenes.
Lo miré a la cara. Comprendí que me había equivocado. Le dije:
- Excúseme. No es a usted a quien busco. Acaba de librarse usted de la muerte. Lo confundí, al golpe de vista, con un hombre a quien odio profundamente.
No tenga usted cuidado.
Salí. En la esquina más próxima, había un policía. Me le acerqué. No sé por qué motivo, le dije:
- ¿Quiere fumar? ¿Le provocaría fumarse un cigarro fino?
- Gracias. Yo no fumo.
Le sentí un extraño olor a otoba, a grajo o a perro sarnoso. Tuve la intención de insultar a ese hombre. De decirle que él era un ser inmundo; que apestaba como una carroña. Sin embargo, no le dije nada de esto. Sin despedirme, me retiré de allí. Ya lejos, sentía aún el olor a perro sarnoso, a otoba, a policía.
Muy tarde de la noche, volví a mi casa. Hacía un frío terrible. De los cerros cercanos soplaba viento frío, viento de agua, viento de principios de invierno. Amenazaba llover. Subí la escalera. Ya en los aposentos, cerré las puertas y las ventanas. Yo mismo dispuse el lecho para acostarme. Después puse el cuchillo sobre la mesa. Me desvestí. Me metí en la cama y, ya bajo las cobijas, miré largo el arma con la cual pensé, esa noche, vengarme del hombre que más odio en el mundo; del hombre que le robó a mi padre el poco capital de que disponía para mi educación.
- Y luego, en el transcurso del tiempo, ¿usted no se ha encontrado frente a frente con su enemigo?
¡Sí! Sí me he encontrado con él. Pero ahora ya no puedo matarlo porque yo soy un hombre fuerte y sano y él, ¡miserable!, es un pobre desgraciado que tiene que servirse de un par de muletas para salir a la calle. Es inválido. ¡Le falta una pierna!

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